Le había prestado sus oídos desde que era una niña. Recordaba, estaba seguro, el timbre exacto de su voz cuando, con 4 años, la trajo su madre por primera vez. A través del enrejado de madera podía ver los rasgos de su fino rostro, y espiar sus pupilas cuando ella se atrevía a levantar los ojos. Entonces el viejo y grueso confesor tenía que reunir toda la fuerza de su flaca voluntad para no levantarse y abrazar a la chiquilla.
Y cada vez que esto pasaba la penitencia impuesta era mayor que de costumbre. Porque la culpa era de ella, la mujer siempre había sido la culpable de todos los males de la humanidad. Así que aquella dulce criatura sería, de esto también estaba seguro, la perdición de su alma.
Y cada vez que esto pasaba la penitencia impuesta era mayor que de costumbre. Porque la culpa era de ella, la mujer siempre había sido la culpable de todos los males de la humanidad. Así que aquella dulce criatura sería, de esto también estaba seguro, la perdición de su alma.
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