Durante siglos, los tuaregs han contado la historia del oasis maldito. Con pequeñas diferencias, a lo largo de generaciones han narrado que existe un oasis que cada cien años, o cada 50, o cada 25, emerge desde debajo de las arenas. O viaja sobre las dunas móviles, empujado por el viento. O, simplemente, se materializa. También hay variaciones con los protagonistas. A veces son caravaneros, cada vez menos; otras, un jinete perdido en medio de una tormenta o, últimamente, algún piloto del París-Dakar extraviado. Solo se mantiene sin variación la consecuencia de entrar en su dominio. Una vez que has probado su agua, estás perdido. Si bebes y te marchas, acabarás muriendo de sed en el desierto, porque fuera del oasis la deshidratación se acelera y ninguna otra cosa que puedas beber te saciará. Pero si bebes y, además, pernoctas, entonces te quedarás para siempre, atrapado en el tiempo, condenado a una eternidad de soledad con el único alivio de poder calmar la sed.
Es una buena historia, con un toque mágico propio de las culturas pretecnológicas. Pero también encierra un enorme error de partida. Si todos los que prueban las aguas del oasis mueren en el desierto o quedan encerrados para siempre en una especie de burbuja temporal, ¿cómo es posible que se conozca la historia? ¿Quién la contó por primera vez? Si fue alguien que regresó vivo, entonces la maldición no sería absoluta, y sería posible esquivarla y el cuento entonces estaría faltando a la verdad. Evidentemente, la conclusión más lógica es que se trata de una narración de carácter ejemplificante, en la que se ponen de relieve los peligros de abandonar la seguridad del grupo en un entorno tan poco amigable para la vida como es el desierto. Si te separas de los demás, tu destino será morir de sed o desaparecer para siempre engullido por las arenas del tiempo.
Sin embargo, recientes acontecimientos me han llevado a reconsiderar otra posibilidad. En mi último viaje por el Sahara, visitando diferentes campamentos nómadas para coleccionar sus historias orales, me vi envuelto en una tormenta de arena. Salí de la pista y me desorienté completamente y el GPS se volvió loco. Al cabo de unas horas de marcha me topé con un oasis en el que nunca había estado antes. Me lancé desesperado al pozo para saciar la sed y llenar el depósito extra del vehículo. Fue dar el primer trago y rápidamente recuperé la energía. Y entonces recordé la leyenda del oasis maldito, aunque aún la suponía un cuento de tantos. Por precaución, decidí pasar la noche en aquel punto seguro, esperando que alguien pasara por allí para orientarme de vuelta a alguna de las pistas principales o que el GPS volviera a encontrar el norte y no arriesgarme a quedar sin combustible en algún lugar más peligroso.
El despertar me sorprendió con una enorme sensación de sed que volví a saciar en el pozo. Me percaté entonces de que no sentía hambre, ninguna. Aún me resistía a aceptar la verdad y lo achaqué a los nervios y a la adrenalina que me generaba la situación. Aunque el navegador seguía sin funcionar, subí al todoterreno y avancé en dirección oeste, acompañando al sol. Pero no pude conducir demasiado, apenas un par de kilómetros. Choqué contra un muro transparente, una pared de cristal a través de la cual se veía el desierto infinito y que solo el sol fue capaz de atravesar. En ese mismo instante supe la verdad.
Desde entonces he intentado muchas veces emprender la huída hacia otras direcciones y siempre el final ha sido el mismo. Incluso he completado el perímetro completo del muro invisible, comprobando que no existe resquicio alguno por el que escapar. He tenido mucho tiempo para analizarlo con detalle y, aunque la impresión es la de una superficie lisa y homogénea, acercando mucho la cara a ella he podido vislumbrar algunas aristas, a través de las cuales he llegado a ver la imagen de alguna otra persona al otro lado. Mi teoría actual es que en algún lugar de este gigantesco desierto se produce una alteración cuántica, en la que convivimos, en el mismo espacio, pero en distintos tiempos, millones de hombres y mujeres, encerrados en cápsulas de cuatro kilómetros de diámetro de las que, una vez dentro, resulta imposible escapar. Soy lingüista, no físico, por lo que mi capacidad de comprensión del fenómeno es muy limitada. No entiendo cómo es posible que estas cápsulas funcionen como una típica trampa de insectos, y no es posible salir. Tampoco entiendo la parálisis del tiempo dentro de la cápsulas.
Tan solo me siento capaz de aventurar alguna forma de explicar el nacimiento de la leyenda. Yo mismo, obsesionado con ella, he escrito varias versiones en mi cuaderno de viaje, y las he ido enterrando justo en los límites de la barrera invisible. Cuando he querido buscarlas luego, no he sido capaz de encontrar ninguna, por lo que es posible que alguna haya regresado al mundo físico normal, o que se encuentren ahora en alguna de las otras infinitas cápsulas. Y, cuando se me terminaron las hojas, cada día me acerco al muro y la cuento en los varios idiomas que conozco. Tal vez mi voz, o la de otros, pueda escapar del encierro temporal y esté llegando envuelta en el viento del desierto a los oídos de alguien…
Foto: @DUA |
Es una buena historia, con un toque mágico propio de las culturas pretecnológicas. Pero también encierra un enorme error de partida. Si todos los que prueban las aguas del oasis mueren en el desierto o quedan encerrados para siempre en una especie de burbuja temporal, ¿cómo es posible que se conozca la historia? ¿Quién la contó por primera vez? Si fue alguien que regresó vivo, entonces la maldición no sería absoluta, y sería posible esquivarla y el cuento entonces estaría faltando a la verdad. Evidentemente, la conclusión más lógica es que se trata de una narración de carácter ejemplificante, en la que se ponen de relieve los peligros de abandonar la seguridad del grupo en un entorno tan poco amigable para la vida como es el desierto. Si te separas de los demás, tu destino será morir de sed o desaparecer para siempre engullido por las arenas del tiempo.
Sin embargo, recientes acontecimientos me han llevado a reconsiderar otra posibilidad. En mi último viaje por el Sahara, visitando diferentes campamentos nómadas para coleccionar sus historias orales, me vi envuelto en una tormenta de arena. Salí de la pista y me desorienté completamente y el GPS se volvió loco. Al cabo de unas horas de marcha me topé con un oasis en el que nunca había estado antes. Me lancé desesperado al pozo para saciar la sed y llenar el depósito extra del vehículo. Fue dar el primer trago y rápidamente recuperé la energía. Y entonces recordé la leyenda del oasis maldito, aunque aún la suponía un cuento de tantos. Por precaución, decidí pasar la noche en aquel punto seguro, esperando que alguien pasara por allí para orientarme de vuelta a alguna de las pistas principales o que el GPS volviera a encontrar el norte y no arriesgarme a quedar sin combustible en algún lugar más peligroso.
El despertar me sorprendió con una enorme sensación de sed que volví a saciar en el pozo. Me percaté entonces de que no sentía hambre, ninguna. Aún me resistía a aceptar la verdad y lo achaqué a los nervios y a la adrenalina que me generaba la situación. Aunque el navegador seguía sin funcionar, subí al todoterreno y avancé en dirección oeste, acompañando al sol. Pero no pude conducir demasiado, apenas un par de kilómetros. Choqué contra un muro transparente, una pared de cristal a través de la cual se veía el desierto infinito y que solo el sol fue capaz de atravesar. En ese mismo instante supe la verdad.
Desde entonces he intentado muchas veces emprender la huída hacia otras direcciones y siempre el final ha sido el mismo. Incluso he completado el perímetro completo del muro invisible, comprobando que no existe resquicio alguno por el que escapar. He tenido mucho tiempo para analizarlo con detalle y, aunque la impresión es la de una superficie lisa y homogénea, acercando mucho la cara a ella he podido vislumbrar algunas aristas, a través de las cuales he llegado a ver la imagen de alguna otra persona al otro lado. Mi teoría actual es que en algún lugar de este gigantesco desierto se produce una alteración cuántica, en la que convivimos, en el mismo espacio, pero en distintos tiempos, millones de hombres y mujeres, encerrados en cápsulas de cuatro kilómetros de diámetro de las que, una vez dentro, resulta imposible escapar. Soy lingüista, no físico, por lo que mi capacidad de comprensión del fenómeno es muy limitada. No entiendo cómo es posible que estas cápsulas funcionen como una típica trampa de insectos, y no es posible salir. Tampoco entiendo la parálisis del tiempo dentro de la cápsulas.
Tan solo me siento capaz de aventurar alguna forma de explicar el nacimiento de la leyenda. Yo mismo, obsesionado con ella, he escrito varias versiones en mi cuaderno de viaje, y las he ido enterrando justo en los límites de la barrera invisible. Cuando he querido buscarlas luego, no he sido capaz de encontrar ninguna, por lo que es posible que alguna haya regresado al mundo físico normal, o que se encuentren ahora en alguna de las otras infinitas cápsulas. Y, cuando se me terminaron las hojas, cada día me acerco al muro y la cuento en los varios idiomas que conozco. Tal vez mi voz, o la de otros, pueda escapar del encierro temporal y esté llegando envuelta en el viento del desierto a los oídos de alguien…
Comentarios