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Mostrando entradas de 2020

La reveladora

La vida es eso que pasa en las fotos de los demás, mientras que tú vas de la casa al minilab, del minilab al banco, y del banco al minilab y a la casa. Así pensaba Alicia antes, durante la mayor parte de su vida, una vida en la que solo contaban como tal algunos fines de semana y algunas vacaciones de recién casados. Ni siquiera sus tres maternidades las recordaba con cariño, ya que llenaron de más rutinas su día a día y dejaron menos espacios para el resto de cosas, para la vida. Además, los tres habían salido clavados a su padre. A pesar de que había aprendido en la escuela que los hijos portan la mitad de los genes de cada uno de los progenitores, en el caso de sus niños parecía que la genética de Antón se había apoderado de todo el espacio. Ahora que tenía tiempo para pensar elucubraba teorías de todo tipo para cualquier aspecto de la realidad. Así, sus hijos en realidad serían clones de su marido, sus espermatozoides habrían colonizado el núcleo de sus óvulos de forma que el

El montón de los corrientes

De niño, aprendí dos cosa muy importantes de mi abuela. La primera es que el derroche es el padre de la pobreza, cosa que ella llevaba al extremo más absoluto; hoy los ecologistas la hubieran puesto de ejemplo del residuo cero o de la economía circular. Y la segunda, y más importante si cabe, que había que procurar no destacar en nada, ni por arriba ni por abajo: “Pepito, tú debes ser del montón de los corrientes, que es lo mejor que se puede ser”. Tal vez me lo dijera porque creía en ello de verdad. O tal vez porque yo era el insulso hermano del medio, detrás de un jabato rubio y simpático que no necesitaba hacer nada para ser el centro de atención y justo delante de una preciosa niña que, ella sí, hacía todo lo posible para llamarla. De los hermanos Barrio García yo era el único moreno de ojos marrones. Me críe como un enclenque: no tenía apenas fuerza, pero no estaba especialmente delgado. Me gustaban los deportes, sobre todo el fútbol, aunque no lograba destacar en ninguna demarcac

Una apuesta que no podré cobrar

Haber imaginado tantos escenarios futuros para tu vida a veces provoca que el presente tenga cierto regusto a pasado. Hace años pensé que mi vida no alcanzaría las seis décadas, me convencí tan profundamente de ello que incluso aposté con mi amigo C a que no llegaría a celebrar mi 60 cumpleaños. Y ahora ya sé exactamente como voy a ganar aquella apuesta macabra. Será la COVID-19 quien acabe conmigo. Y lo hará cuando ya apenas haya contagios, cuando esté a punto de salir su vacuna y cuando los telediarios presten más atención al estado de las playas que al de los hospitales. Mi cuerpo será incinerado a toda prisa y mis amigos organizarán una reunión de Zoom para hacerme un funeral. Todos hablarán de mi y recordarán los momentos gloriosos compartidos. Y, por supuesto, también los más penosos, como aquel episodio heroico de París que bien pudo no haber sucedido nunca. Eso sí, C tendrá que reconocer que le gané la apuesta y ofrecerá un brindis por mi alma, aunque casi ninguno de los pres

Hermano pájaro

El pájaro, cuyo nombre desconocía, voló tras recoger su ración diaria de migas de pan. Sabía que era el mismo, el del resto de los días. La cuarentena para él debía ser mucho más estricta que para el resto. Su enfermedad, la que se había convertido en su centro de gravedad en los últimos dos años, lo mantenía con el sistema inmonológico deprimido, así que ahora dependía de su familia más que antes. La sensación de impotencia no había hecho más que crecer con la enfermedad: saberse enfermo, saberse dependiente de los médicos, verse de vuelta en casa de sus padres sin posibilidad de ganarse la vida con su trabajo... Y, ahora, esto. Una enfermedad de esas que nunca se producía en el primer mundo, una situación de esas que solo se veían en televisión: en las noticias del mundo o en las películas de catástrofes.. Era el mismo pájaro, estaba seguro, porque le faltaba la garra de la pata izquierda y siempre acudía a la misma hora. El pájaro, como él, se encontraba en desventaja con el resto

El año que alcancé la inmortalidad

En 1982 yo tenía 14 años y aún no sabía lo que era el dolor. A lo largo de aquel año descubrí que podía vencer mi terrible timidez, que era capaz de cantar en público, de disfrazarme de payaso y de dejarme la voz vendiendo boletos para una tómbola. Descubrí que había deportes en los que podía aspirar a ser algo más que el portero suplente. Aquel año, en un viaje en autobús hasta Valencia dejé de ser un pringado para el conjunto de mis compañeros de clase, y en otro viaje en barco hasta Mallorca vislumbré que podía llegar a liderarlos. Aquel año paseé con la dulce Inma cogidos de la mano y en la oscuridad de un cine nos besamos por primera vez. A finales del verano de 1982 yo, sin ningún género de duda, alcancé la inmortalidad. Pero en septiembre, la ingrata Inma me dijo que ya no le gustaba. Fue en la plazoleta enfrente del portal en el que ambos vivíamos, y yo le respondí desde mi recién adquirida seguridad de adulto que no me importaba. Pero mientras la veía alejarse, de mis ojos