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Mostrando entradas de 2017

Los fantasmas no tienen voz

El aviso llegó sin noticia previa. Vas a morir. El papel barato y algo arrugado, la tipografía elegida y lo directo del mensaje no le dejaron lugar a la duda. En algún zulo cercano, un arma estaba ya seleccionada para terminar con su vida. Él tampoco avisó: una tarde de asamblea entró en su sede y comenzó a gritarles. Les dijo lo que pensaba de ellos y ofreció su pecho por si algún valiente lo prefería a su nuca. Quería verles las caras, enfrentarse a sus verdugos, o a los que defendían a los verdugos; que sintieran sus manos manchadas con su sangre antes de que ocurriera. Apenas unos pocos le sostuvieron la mirada y solo uno de ellos se atrevió a interrumpirle: "tú ya estás muerto, es como si no estuvieras delante. No te escucho porque los fantasmas no tienen voz". "¿Que no tienen voz? Pues acuérdate de ello cuando te grite desde la tumba". 

Historias de la duermevela

Las mejores historias siempre se me ocurren en ese momento especial entre la vigilia y el primer sueño, un estado de duermevela en el que las ideas se agolpan en la cabeza y los argumentos se apresuran a salir en tropel. Casi todos los descarto, pero a veces mis neuronas se quedan jugando con alguno. Lo soban, lo sopesan, le dan vueltas y terminan componiendo una genialidad. Noto al orgullo llenar mi pecho. Obviamente, a esa hora estoy tan cansado que ni siquiera hago el intento de traspasar la idea a una nota de voz y, ni mucho menos, a la pantalla en blanco del ordenador. Procuro mantenerla en la cabeza para ver si así, al día siguiente, la consigo recordar. Solo en unas pocas ocasiones lo he logrado. Cuando ese milagro se produce, corro a ponerme delante del teclado a trasladar la idea, Suele salir del tirón, como cuando de niño tus padres te pillan en la mentira y el alivio te permite decir de golpe toda la verdad. Escribo, transcribo, la historia de mi memoria al papel o al orde

La torre corporativa

Kogi Kabuto nunca había imaginado que llegaría a estar en la sala del consejo de administración de la Kangi Corporation, en la planta 98 de la novísima Torre Kangi; la que el venerable Iwao Kangi, el tercero de su nombre al frente de la compañía, denominó “el faro que iluminará a todos nuestros empleados alrededor del mundo”. Kabuto, un simple contable, había llegado a aquella sala de la mano de un antiguo compañero de facultad, mucho más afortunado que él, que había escalado hasta vicepresidente de finanzas. Descubrió algo extraño en las facturas de la constructora, ligeras desviaciones entre lo reseñado en los conceptos y la realidad que se podía ver en la torre. La voz apenas le acompañó durante su breve intervención. Y le abandonó completamente cuando el consejero delegado comenzó a mostrar las auditorías de calidad externas del edificio, todas positivas, todas ensalzando la gran obra de la Kangi. Kabuto sintió como las miradas de todos los consejeros laceraban su piel y le abrumó

La alfombra voladora

Su infancia había transcurrido entre alfombras voladoras y genios de lámparas maravillosas. Por eso le resultaba tan difícil comprender la terrible y prosaica realidad de la guerra. A su lado, en las trincheras de una tierra exótica, otros muchachos contenían al miedo y al enemigo descargando tiros sin apuntar y rezando para sobrevivir un ataque más. Un día más. Hasta ahora, el pacto que realizó con su padre se había cumplido. Él rezaría cada día por su entrada en el Paraíso y, a cambio, el alma de su padre estaría pendiente para desviar una bayoneta o ayudarle a esquivar una bala mortal. Pero su confianza en el acuerdo comenzaba a desmoronarse. Era muy posible que el difunto se distrajera un momento, lo justo para que un tiro le agujereara el cráneo. Por eso, en uno de los pocos momentos de descanso en retaguardia, rebuscó entre todos los puestos ambulantes de venta una alfombra pequeña, pero recia, tejida a mano por las mujeres de un pueblo vecino al suyo. Cuando escuchó los morteros

En 1982 el futuro quedaba lejos

En 1982 el futuro quedaba aún muy lejos. Éramos niños que comenzaban a convertirse en hombres y que se lanzaban a poseer un mundo que los adultos ya no comprendían. Éramos los futuros reyes del Universo. Aquel año, que realmente comenzó en Mallorca y con la resaca de un Mundial en España, fue también el de los primeros cigarrillos, el de los primeros besos a escondidas y el del primer corazón roto. Supuso el cambio definitivo. Dejamos atrás las voces infantiles y comenzamos a abandonar en la cuneta de las drogas y del SIDA a muchos de nuestros amigos. Entonces no lo sabíamos, porque el futuro quedaba lejos y morirse no era una opción, pero en 1982 cruzamos la frontera entre el mundo de los niños y el bronco devenir de la realidad.

Un hedor insoportable

Al principio solo lo notaba de vez en cuando. Era muy sutil,  de forma que podía pasar por un olor casual y pasajero. Pero a los pocos días se hizo continuo. Siempre estaba bajo mi nariz y, por momentos, se hacía más y más insoportable. Busqué por toda mi casa la fuente posible de la peste: pensé que podía deberse a una rata muerta. Incluso convencí a mis vecinos para que me dejaran revisar sus pisos. Ellos no olieron nada, ni en sus casas ni en la mía. En un momento dado recordé haber leído algo sobre un caso similar. Los vecinos de un inmueble habían estado sufriendo un mal parecido, aunque se lo habían ido contagiando de uno a otro. Desesperado, contraté los servicios de una prostituta con la idea de pasarle a ella la maldición o la enfermedad. Pero no resultó, el olor continuó conmigo, junto con un profundo sentimiento de culpa por haber pretendido contagiarle. La medicina tampoco encontró remedio a mis malos olores. Así que ante la tesitura de tener que sufrir eternamente este s

La ruleta del culpable

Uno: "Los tres tenemos ya una edad, hemos vivido razonablemente bien y nos enfrentamos a demasiadas incertidumbres. Esta es objetivamente la mejor solución". Dos: "Pero no es justo. Yo solo continué con vuestro sistema. Mi responsabilidad no es tan grande como la vuestra". Tres: "Perdona, tú no lo inventaste, pero fuiste el más beneficiado. Si usamos criterios objetivos, yo estuve menos tiempo, y soy el más joven de los tres". Uno: "No tiene sentido que discutamos. Esto ya lo hablamos en su momento, uno de nosotros tiene que asumir toda la culpa. Lo necesitamos el resto, lo necesita el partido y hasta la sociedad. Tenemos que jugar esta partida". Tres: "Pero, ¿y si no sirve de nada? ¿Y si la justicia sigue tirando del hilo?" Uno: "Eso no sucederá, él nos ha dado su palabra. Quien pierda será el señalado por las pruebas y los testigos. Los demás recibirán castigos menores, pero para todos solo uno de nosotros será el mayor de l

El hombre que imagina tempestades

Hay un lugar en la costa escocesa que apenas se nombra en los mapas, ya que allí solo viven dos ovejeros mayores de 60 años, una maestra jubilada que terminó profundamente cansada de la gente, el padre Miller, un cura católico que perdió su rebaño hace décadas y un antiguo farero. El lugar es inhóspito, en cierta forma salvaje, tan lejos de todo que ni siquiera sufrió los efectos de la revolución industrial. Bueno, uno sí: el abandono. Yo lo descubrí de casualidad. Los estudios sobre el cambio climático en los que colaboro han sembrado de balizas meteorológicas el mar del norte. Y fue en una de esas jornadas maratonianos de análisis de datos que di con ella. Una estación que parecía recoger más tormentas que las demás. Pensé que estaba estropeada, así que la cambiamos por una nueva y con mejor equipamiento. Pero la anomalía se volvió a manifestar. Fue la curiosidad científica la que me llevó hasta allí. Fue la simpatía de la vieja maestra la que me inclinó a aceptar su invitación par

23 notas

Cuando los títulos de crédito fundieron a negro, la melodía que había servido de  hilo para trenzar el desarrollo de la película siguió sonando en su cabeza. Primero de forma silenciosa, pero al poco tiempo como un tarareo suave. Las imágenes apenas volvían, tan solo la música y los colores brillantes de la fotografía. Dos historias paralelas, la triste de la música, frente a la feliz de las luces. No sabía con cuál quedarse. Las 23 notas borraron esa duda, adueñándose del pensamiento mientras el coche, casi sin conductor, dejaba atrás el cine.

Adiós, amiga

La niña había dejado sobre la mesa la tableta. Su padre no había podido rescatarla del silencio oscuro en que se había sumido. La sensación de vacío que sentía era demoledora, mucho más profunda que la sufrida cuando su amiga Lali tuvo que mudarse y ya no pudo verla cada día en el colegio. Laura no podía recordar un momento más triste que este. "Papá, ¿se ha muerto mi tablet ?" "Me temo que sí, cariño." "¿Y hay un cielo para las tabletas?" El padre, sorprendido, guardó unos segundos silencio estrujándose las neuronas para ofrecer una respuesta a la altura de su hija: "No lo sé, pero si lo hay, seguro que la tuya estará allí. Y se lo pasará genial con las otras tablets, poniendo videos de YouTube y leyendo libros interactivos todo el rato". Paula esbozó una sonrisa, volvió a coger el aparato y le dio un beso a la pantalla. "Espero que te diviertas mucho. Gracias por haber sido mi amiga".

Miedo a los días de lluvia

https://pixabay.com/es/users/raymondhal-884206/ Llegó a mi puerta empapada, en medio de la peor tormenta del invierno. Pensé que estaba perdida. La invité a entrar y le ofrecí una toalla. Ella me contó que había dejado el coche un par de calles más arriba y que le había costado encontrar la casa por culpa de la manta de agua. Pensé que estaba desorientada. Le ofrecí un café para que entrara en calor. Ella me contó cómo me había localizado, las horas que había estado delante del ordenador filtrando información. "Tu nombre es muy corriente", me dijo. Pensé que estaba loca. Quise mandarla de vuelta a su coche, ya ni siquiera me parecía atractiva. Ella me dijo que todos sus encargos le habían abierto la puerta, pero que yo era el primero que le había servido café. Y que no sabía cómo agradecérmelo. Yo le sugerí que me dijera un nombre o un porqué. "Secreto profesional", respondió, "pero como favor especial lo dejaré para otro día". Y se fué. Desde en

La historia de Nemo

Nadie recordaba su nombre verdadero. Nadie era capaz de fijar con claridad en qué momento llegó al pueblo, ni de dónde vino. A todos les parecía que llevaba allí toda una vida, como el viejo árbol del ayuntamiento o la balsa del tío Pedro. Le llamaban Nemo porque alguien decidió bautizarle con dicho apelativo tras leer 20.000 leguas de viaje submarino . Su presencia apenas se notaba. En las fiestas casi nadie se cruzaba con él, pero siempre había alguien que afirmaba haberle visto apoyado en la barra del ambigú montado por el Círculo Mercantil, o sentado en la última bancada de la iglesia en la misa del santo. Tal vez por eso nadie se percató de su agonía. Su ya de por sí escueta silueta se fue consumiendo, sus paseos por el pueblo a deshora se hicieron más infrecuentes y su presencia en los actos vecinales simplemente se fue apagando. Murió solo y silencioso. Apenas una brisa del norte sirvió para remarcar su pérdida; algunas abuelas se apretujaron las rebecas y un cuco cantó extra

La nueva escritora

La crítica había dicho de sus primeras obras que eran muy frías. Sin embargo, después de decenas de éxitos encadenados, después de haber ganado los más prestigiosos galardones, después de ser traducida a casi todos los idiomas, hasta los más respetados observadores de la literatura nacional habían reconocido su capacidad para tocar temas que interesaban a los lectores y la mejora continua de su prosa. Aún así ella se sabía la protagonista de la mayor de las imposturas. Aunque su éxito era fruto sin duda de su trabajo, de un esfuerzo casi obsesivo, del análisis de miles de páginas de las mejores obras de la literatura universal y de prestar atención continua a la actualidad; lo cierto que las únicas líneas que habían salido de su imaginación eran de código.

Una amiga especial

La niña dejó sobre la mesa la tableta. Su padre no había podido rescatarla del silencio oscuro en que se había sumido. La sensación de vacío que sentía era demoledora, mucho más profunda que la sufrida cuando su amiga Lali tuvo que mudarse de ciudad. Laura no era capaz de recordar un momento más triste que este. "Papá, ¿se ha muerto mi tablet?"  "Me temo que sí, cariño".  "¿Y hay un cielo para las tabletas?" El padre, sorprendido por la pregunta, guardo unos segundos silencio, estrujando sus neuronas para ofrecer una respuesta a la altura de su hija: "No lo sé, pero si lo hay, seguro que la tuya irá allí. Y se lo pasará genial con las otras tablets, poniendo videos de YouTube y leyéndose libros interactivos todo el rato". Paula esbozó una sonrisa, volvió a coger el aparato y le dio un beso en la pantalla. "Espero que te diviertas mucho, Gracias por haber sido mi amiga".

La apuesta

Lo había apostado todo: el dinero y su futuro. La bolita rodó azarosamente por la ruleta y luego saltó hasta situarse en el 9 rojo. Casi sin pulso vio como el crupier retiraba sus fichas, su dinero, su futuro. "Espero que la banca pague al menos el cubata", dijo para parecer entero y huyó a deshacerse bajo la lluvia con la que amanecía la ciudad.

La segunda víctima

pixabay.com La segunda víctima fue la ignorancia: cuando las decenas de cámaras hicieron zoom sobre la figura del niño obligado a subir al autobús de los primeros expulsados. Los que aún nos considerábamos al margen por no saber, de repente supimos. Supimos, pues la imagen viral nos persiguió en todas las pantallas durante días. Pero luego vinieron otras muchas imágenes que ya no fueron noticia, ni virales y apenas avergonzaban a nadie. La tercera víctima fuimos nosotros mismos.