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El penúltimo robo del siglo

Estaba todo ensayado, excepto el fracaso. Habían pasado meses estudiando las rutinas de los guardias, habían logrado los planos interiores del edificio y de sus instalaciones, incluso habían incorporado los nuevos tabiques midiendo subrepticiamente con láseres de pequeño tamaño. Averiguaron qué empresa había diseñado el sistema de alarma y se colaron en su sistema informático para analizar sus componentes. Colocaron a una de las suyas en el servicio de limpieza y luego coreografiaron cada movimiento en una maqueta a escala real de la zona en la que realizarían el robo. Solo una sala, cuatro cuadros de formato mediano y una jubilación dorada en la Costa Azul. O en el Cabo de Gata, lo que cada uno prefiriera. El día del robo repasaron por la mañana todos los pasos a dar y se citaron para la noche. Llenaron el tiempo con las rutinas de concentración de cada uno. Dos de ellos practicaron meditación, una tercera estuvo jugando a la consola y el cuarto dedicó la tarde a escuchar jazz clásico
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Ya no hay margen

Los correos electrónicos sin responder se acumulan en la bandeja de entrada. Los minutos transcurren impasibles y él lo ve agotarse sin ser capaz de mover el ratón por la pantalla. Lee los asuntos y los remitentes y sabe que muchos de ellos necesitan una respuesta urgente. Nada distinto del resto de sus días, salvo porque hoy una angustia terrible le mantiene inmovilizado. Solo es capaz de mirar la pantalla mientras los correos siguen entrando. Y solo desea huir. Su mente escapa a un lugar de su adolescencia en el que fue plenamente feliz. Una tarde de verano en una playa de Cádiz, navegando en un velerito ligero con Inma. Entonces ella era su máxima preocupación y todo era infinitamente más sencillo. Jugar con el viento y las olas y mirar con disimulo y deseo a la muchacha. Aquella tarde se besaron por primera y última vez.  imagen generada con stable diffusion El teléfono suena y le saca bruscamente del ensueño. Es su jefa. Y vuelve a querer escapar. Pero ya no hay margen. Debe respo

El premio

Las rutinas son el calmante que usamos en nuestra vida diaria para ocultar el aburrimiento, para obviar que la mayor parte de nuestras vidas es perfectamente insulsa. Ana María mantiene infinidad de rutinas; de hecho, la mayor parte de su día está dictado por ellas. Siete de la mañana, despertador; siete y cinco, comienza a sonar la radio; a las y cuarto ya está saliendo de la ducha; desayuno rápido con café y pieza de fruta; 20 minutos andando al trabajo escuchando el podcast diario de la BBC para que el inglés no se oxide; saludar al agente de seguridad de la puerta, entrar en la oficina, encender el aire acondicionado, arrancar el PC que cada día va más lento, comenzar a procesar documentos: pedidos, facturas, transferencias. Desayuno con tostada y segundo café a eso de las diez, en Casa Amalia, casi nunca acompañada, mirando el ABC en el móvil, máximo 20 minutos. De vuelta a la oficina y a los documentos hasta las tres.  Imagen generada con DALL•E Comprar de camino a casa la comida

Reset

El accidente le había borrado la memoria. Aurora había olvidado tanto que ahora era otra persona. Los médicos diagnosticaron que toda su vida anterior había quedado almacenada en un profundo agujero oscuro de su mente.  Su hija Laura, de pronto liberada de una madre controladora y dictatorial, se emborrachaba de libertad y apuraba a grandes sorbos una vida que ahora le pertenecía completamente. Sus padres, acostumbrados a una hija servicial y atenta, primero se hundieron en un profundo luto y luego comenzaron a vivir por si mismos nuevamente. Y Luis, que ya no era su Luis, sino un tal Luis, acudía emocionado a recogerla a la salida de las sesiones de reeducación con el firme propósito de enamorar a esta nueva Aurora, convencido de que solo así recuperaría la felicidad que había extraviado muchos años antes del accidente. Nadie echaba de menos a la antigua Aurora. Ni siquiera ella, que rogaba a un dios en el que ya no creía que dejara de mandarle aquellos retazos del pasado cosidos a su

Empatía artificial

«Posiblemente se trate de la actualización del antivirus. En ocasiones, si hay un corte de electricidad o algún enganche en las actualizaciones previas, el ordenador se queda en una especie de limbo en el que el servidor le capa la conexión al no localizar la versión adecuada del antivirus. Nos lo llevamos y hacemos las actualizaciones pendientes por nuestra red de carga, que es libre, y en un rato lo tienes de nuevo en la mesa». Eso me había dicho Alfonso, el informático que atendió mi petición. Mi veterano ordenador había decidido desconectarse de la red corporativa tras la vuelta de las vacaciones de Semana Santa. Pero de eso habían pasado ya más de tres horas y casi se había colado la mitad de la jornada laboral. Ya no me quedaba nada por hacer que no precisara de ordenador y conexión. Así que tuve que regresar a casa y terminar el día teletrabajando con el portátil corporativo, mucho más lento y mucho mucho más incómodo.  El martes me llevé el portátil a la oficina, por si la repa

Un hombre de partido

Él era un hombre de partido, sin duda. Nadie a estas alturas podía aportar una sola prueba de falta de lealtad. Tan solo en un par de ocasiones había errado el sentido de su voto, y fueron decisiones menores, que no habían tenido ninguna consecuencia negativa ni para el grupo ni para su línea política. Había entrado en la órbita del partido en su época universitaria y se ganó los primeros galones organizando varios escraches a las puertas del paraninfo. Luego había sido becario de la alcaldesa dos años, durante los cuales demostró su versatilidad: lo mismo redactaba discursos que lanzaba mensajes impactantes a través de las redes sociales del partido y de su particular colección de cuentas troll.  Solo después de muchos años de salarios indignos y trabajos aún más indignos logró un puesto improbable en la lista para las autonómicas. Sorpresivamente, pasó de comparsa a protagonista de la campaña a través de sus ataques furibundos contra el candidato favorito. No dudo en mentir, incluso

Alicia

Es 2009 y Alicia es una tweet-star. Sus microrrelatos en menos de 140 caracteres son verdaderas obras de orfebrería. No es solo el relato en sí, sino la armonía de las palabras, la melodía que logra condensar en cada tweet . Y la red le adora. Pasa el tiempo; es 2020. Y ya nadie recuerda a Alicia; sus pequeños retablos literarios han desaparecido entre la multitud de insultos, zascas e hilos llenos de odio y mala baba. La irrelevancia le ofende, pero no puede dejar de construir alambicadas estructuras de 140 caracteres para soltárselas de forma atropellada a su terapeuta en cada sesión quincenal.