El mariachi arrastraba sus cansados pies por las húmedas calles de un Madrid lluvioso. Buscaba algún bar en el que dejar caer sus canciones a cambio de unas monedas, o de una caña, o de lo que fuera. El traje, descosido por varias junturas, sucio y hasta raído parecía hecho para alguian un par de tallas más grande, aunque juraba y perjuraba que era suyo, y que hasta no hace demasiado le quedaba estrecho. Un día dejó su soleado Cancún persiguiendo a una turista española que se llevó de souvenir su corazón. Pensó que sería sencillo. Pero al abandonar Barajas ya no fue capaz de volverla a encontrar, así que paseaba las calles de la ciudad, cantando sus corridos para turistas y enseñando a todo aquel que se dejara una foto en la que una mujer rodeaba con sus brazos al mariachi que fue antes de perderse.