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El rapto de Europa


Llevo más de 300 años confinada en este marco, sin poder moverme y variar mi campo de visión. A diario pasan por delante cientos de personas, muchas de apariencia extraña y con idiomas que no llego a comprender.


Creada con Dall•e


No sé cómo pasó. Recuerdo que estaba muy enferma, sabía que me estaba muriendo porque me costaba respirar cada vez más. También recuerdo que cerré los ojos y la oscuridad lo llenó todo, incluso el pensamiento.

De hecho, cuando Giacomo me pintó ya había comenzado a sentirme mal. De ahí la mirada febril y casi desesperada de mi retrato. Zeus está a punto de violar a Europa en Creta. Yo soy Europa y miro al espectador con una mueca de terror, con los vestidos desgarrados y dejando a la vista la mayor parte de mi cuerpo. Aunque, en realidad, no es mi cuerpo. Giacomo me engordó un poco y me puso unos pechos generosos. Decía que el marqués quería un cuadro que invitase a la lujuria, y mi delgadez de entonces resultaba muy poco atractiva.

Él ya sabía que me estaba muriendo e insistió en retratarme para que el mundo guardara recuerdo de una de las criaturas más hermosas que habían existido nunca. Incluso en esos momentos no podía dejar de cortejarme. Y yo necesitaba los dineros para la dote del convento de mi hija. Un último pecado para salvar su alma blanca.

Tras cerrar los ojos en el lecho, los volví a abrir ya para siempre en el cuadro. Al principio estaba en una sala a la que el marqués asistía asiduamente. En el centro había un gran lecho y en la pared que quedaba enfrente de mí colgaban otros cuadros de temática similar, todos con cuerpos desnudos de hombres y mujeres. En ocasiones, el lecho era desplazado y se disponían divanes y mesas sobre las que corrían el vino y los platos más llamativos, y donde hombres y mujeres se mezclaban y copulaban durante horas. Con el paso de los años, las orgías fueron decayendo, tanto en el número de personas como en la apariencia de los participantes. El marqués envejecía a la misma velocidad que se empobrecía y a las últimas ya apenas acudieron un par de viejos borrachos y algunas putas aún más viejas.

Luego vino un largo periodo de oscuridad. Lo recuerdo, de la misma forma que recuerdo todo lo que ha sucedido desde que mi alma llegó al cuadro. Fue el periodo más largo de soledad. Alguien descolgó nuestro cuadro de la pared y nos amontonó junto al resto. Quedamos olvidados en aquella sala por años. No nos llegaba el ruido de la calle, solo el eco de unas pequeñas mandíbulas, puede que ratones, puede que gusanos, que me generaban una extraña y doble sensación: de miedo, por si estaban devorando mi cuadro y de alivio adelantado al pensar que así acabaría esta maldición y escaparía del lienzo.

Pero la oscuridad se acabó un día. Un hombre de voz profunda entró en la habitación impartiendo órdenes secas y directas: “esa cama, fuera; abrid la ventana, que entre algo de luz y se ventile la sala; los cuadros, quemadlos”. Creí que sería el final, pero cuando nos estaban moviendo, su mirada se cruzó con la mía. “Ese no”, dijo, “ese apartadlo; tiene algo, algo especial”.

Cambiamos de sala, a una luminosa, creo que sobre una chimenea. Durante los años que estuvimos en esa pared vimos pasar la vida de dos generaciones de marqueses. Las escenas mayoritariamente familiares, con niños que jugaban con perros, visitas de cortesía, algún concierto esporádico y las celebraciones en las fiestas importantes sustituyeron a las orgías.

Recuerdo que a Giacomo le llamaban el pintor de almas. Nadie como él trasladaba al lienzo la vida de sus protagonistas. Cuando me enseñó el cuadro por primera vez no me reconocí. Ese cuerpo no era el mío, al menos el que me había quedado. Pero al prestarle atención al rostro quedé impresionada. La Europa de ese cuadro era más yo que yo. Ahí estaba mi juventud a punto de marchitarse, la alegría de una niñez en la granja familiar, el traslado a la ciudad y la caída en desgracia de la familia; la enorme sensación de pérdida estaba grabada en los ojos de esa mujer, en mis ojos.

Cuando una conciencia está confinada en un lienzo, no es sencillo medir el paso del tiempo, unos días se parecen demasiado a los otros. Eres consciente de la variación en la duración de los días, pero no sientes el frío o el calor. Y también puedes ver los efectos del tiempo en los que habitan la casa y pasan a menudo por delante. Tras los años de luz volvió la oscuridad. Un día nos descolgaron de la chimenea y fuimos montados en un carro. No nos cubrieron ni protegieron, como se hace con los objetos de valor. Recuerdo que podía ver el cielo cubierto de nubes y supe que habría tormenta. No lo noté, no me sentí mojada, pero la vista se me aguó como cuando las lágrimas la nublan. La siguiente parada fue un almacén en el que quedamos acumulados junto con otros muebles y cuadros. Solo me llegaba la luz alguna vez, entraban varias personas, elegían alguno de los objetos y se marchaban. A los pocos meses cubrieron el cuadro con una sábana o algo similar y volvimos a estar a oscuras por mucho tiempo. No puedo precisar cuánto. De nuevo, las mandíbulas diminutas fueron el único sonido en el silencio de los años.

Aquel rumor animal fue roto de pronto. Sonó un golpe rotundo, y luego otro que hizo temblar el suelo. Imaginé que había sido la puerta cediendo de golpe y rompiéndose en pedazos. Oí gritos en un idioma ligeramente conocido; claramente era alguien dando órdenes. Retiraron la sábana y pude ver las piernas de muchos hombres. Volvimos a viajar en carro, aunque en esta ocasión amontonados con otros cuadros y de nuevo a oscuras.

El viaje no fue demasiado largo. Durante el trayecto íbamos escuchando grandes estruendos, como cañonazos, pero mucho más fuertes y algunos muy cercanos. Un hombre de bigotes muy poblados y anaranjados me miró y volví a reconocer en él el fantasma de la lujuria. Luego metieron nuestro cuadro en un cajón y volvimos a estar a oscuras durante días.

Cuando abrieron el cajón, lo primero que me llamó la atención fue la luz. Era muy diferente, algo más fría que la de costumbre. Luego me percaté de que había una nueva mirada cruzándose con la mía. El hombre sujetó el cuadro con las dos manos y acercó su cara al lienzo, como si analizara los detalles de las pinceladas. Volteó el cuadro y me dejó pegada a la madera de la mesa. Cuando volvió a ponernos boca arriba lo vislumbré tomando medidas. Supuse que nos estaba cambiando el marco. Estaría deteriorado después de tanto tiempo o simplemente el nuevo dueño habría decidido cambiarlo para adaptarlo a las nuevas modas. Pasamos varios días en aquel taller después de haber terminado de poner el marco nuevo. Creo que nos tenía en un caballete tapado con un paño. De vez en cuando, lo retiraba y se sentaba durante lagos ratos mirándonos, mirándome. Aquel rostro era bello, a pesar de estar casi siempre manchado de pintura y su mirada penetrante me hacía recordar la de Giacomo. Así me miraba él antes de enfermar. Pensé que ese era el tipo de hombre del que yo me hubiera enamorado. Y, por primera vez después de muerta, deseé volver a tener un cuerpo con el que abrazarle. Anhelaba el momento en el que retiraba el lienzo y nos mirábamos fijamente. Pero una mañana escuché de nuevo la voz grave que daba órdenes. Parecía enfadado y se fue tan abruptamente como había llegado. No entendí la conversación, pero imaginé lo que había sucedido. El nuevo Giacomo volvió a ponernos sobre la mesa y cubrió el cuadro con una fina capa de algún tipo de barniz. Gracias a ella, la luz ganó algo de calidez, asemejándose así a la de mi tierra natal. Lo hizo muy despacio, con pinceladas cortas y medidas, casi como si no quisiera hacerlo. Y, antes de pasar el pincel por mi rostro, me besó. No lo podía sentir, pero quise liberarme de las dos dimensiones, salir del cuadro y fundirme con él, dejándole entrar en mi cuerpo, como si fuera el poderoso Zeus y yo una Europa dispuesta a amar al dios a pesar del secuestro.

Noté que era un beso de despedida. Y supe también que el siguiente rostro que se cruzaría con mis ojos sería el del bigotudo pelirrojo. Volvimos a colgar de una pared, esta vez en un dormitorio, ligeramente inclinados hacia el lecho. Pero esta vez, no era yo el objeto que despertaba el deseo de nuestro dueño, sino Zeus. Giacomo lo había pintado mayor, pero musculoso y aún con la cornamenta de toro, queriendo simbolizar la urgencia del dios por poseerme, sin esperar a recuperar completamente la forma humana.

A menudo, el militar se sentaba desnudo en el borde de la cama y se masturbaba mirándole. Y, menos a menudo, le acompañaba algún joven que siembre tenía nombre de dios griego o romano y que nunca estaba en la casa más de cuatro o cinco días. También a él le vi envejecer, el pelo de su bigote se fue blanqueando y su cuerpo engordando hasta niveles que no pensaba posibles. Aquel hombre debía comer como los reyes. Tal vez lo fuera. Con el tiempo, desaparecieron los jóvenes acompañantes y la tristeza iba poblando sus ojos y su voz. La última vez que le vi, se acercó al cuadro, lo descolgó y lo recostó sobre la cama. Mis ojos quedaron mirando al techo, pero podía oír perfectamente sus sollozos y cómo los interrumpía cada vez que pronunciaba el nombre de Zeus. De pronto, un estruendo como de cañonazo pequeño, silenció todo lo demás y un liquido rojo comenzó a desplazarse sobre mi rostro, tapándome la vista y dejándome de nuevo a ciegas.

Noté que nos movían, escuchaba voces que iban cambiando cada poco tiempo e imaginé que estábamos pasando de mano en mano. Finalmente, debimos acabar en algún tipo de mercado, o en una subasta. Sobresalía una voz que de vez en cuando reforzaba sus palabras con un golpe en la mesa. Y hacía preguntas que se respondían desde delante nuestra con voces muy variadas.

Tras uno de esos golpes, nos volvieron a mover. Fue como un lento despertar. Noté como la capa de oscuridad que me había cegado se fue diluyendo poco a poco y de nuevo era capaz de recibir luz. Y le ví. Estaba más viejo, pero era él, el nuevo Giacomo. Le escuché decir mi nombre: Europa. Había limpiado pacientemente la mancha de sangre que tapaba mi vista y de nuevo añoré la corporalidad para poder corresponder con mi voz, mis labios y mi cuerpo entero a aquel hombre tan dulce. Volvimos al caballete y a las largas horas de observación mutua.

Pero no duró mucho. Una mañana, Giacomo salió de la casa y ya no volvió. Cuando cayó la tarde y la luz dejó de entrar por la ventana supe que no volvería. Al cabo de un par de días, volvimos a ser trasladados a un almacén donde nos metieron en una caja rellena de paja y se olvidaron de nosotros.

En aquella oscuridad no existían referencias para medir el tiempo, así que mi recuerdo es de un continuo silencio que solo se rompió durante una temporada en la que llegaba desde la distancia el eco de grandes cañonazos y el ruido de edificios desmoronándose. Durante ese tiempo pensé mucho en mis dos pintores, en mi hija, que posiblemente ya estaría muerta, y en Zeus, a cuyo modelo nunca conocí. ¿Habría Giacomo aprisionado su alma también? Era posible. A lo mejor yo no era la única pintura completamente consciente de su existencia. Animada por la posibilidad de tener otra alma justo a mi lado, imaginé mil formas de comprobarlo. Se me ocurrió, por ejemplo, que si alguien ponía un espejo delante del cuadro, tal vez podría escudriñar la mirada de Zeus en busca de alguna pista. También lo intenté concentrándome al máximo para escuchar los pensamientos del dios. Pero nada funcionó.

De pronto, un día, la caja fue abierta y retiraron la paja de mi cuadro. La luz era muy blanca, tanto que me mareó. No estaba en la calle y no podía ver ninguna ventana, pero había tanta luz como en un día despejado de verano. Alguien estaba examinando el lienzo con una lupa, mientras hablaba con otro en un nuevo idioma que no comprendía. Solo entendí un par de palabras: “Giacomo Gressini”. El nombre de mi Giacomo. Luego, durante días estuvieron vertiendo líquidos y pasando unos pinceles especiales sobre la pintura. No entiendo muy bien para qué, pero lo cierto es que después de aquello pude ver con más nitidez todo lo que tenía enfrente.

Y, finalmente, nos colgaron en este lugar donde a diario pasan por delante cientos de personas, muchas de apariencia extraña y con idiomas que no llego a comprender.

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