Ir al contenido principal

Entradas

Mostrando entradas de octubre, 2014

Un muerto muy rumboso

Una leve llovizna humedecía el lento amanecer de otoño. Por las calles desiertas del pueblo avanzaba evitando alternativamente los charcos y los desagües. De pronto sonó atronadoramente Paquito el chocolater o. Lo primero que pensé es que algún vecino desaprensivo había perdido la cabeza o el oído.  Sin embargo, no tardé en descubrir debajo de una cornisa un altavoz de edad avanzada. Imaginé entonces que se trataba de la diana de un pueblo en fiestas y con mala leche. Sin embargo, la música se cortó de pronto y en su lugar una voz masculina comunicó al pueblo la muerte de María Riquelme, la molinera, madre de Isabel Rico. Nos dijo el lugar del velatorio, así como la hora de la misa y, luego, otra vez de manera abrupta, volvió a sonar Paquito el chocolatero durante unos segundos. La calle volvió entonces al ligero silencio de la lluvia. Al llegar a la puerta del banco entablé conversación con una vecina y le pregunté por la forma tan curiosa de informar de un deceso. Ella me miró e

La vida mínima

Era un 25 de diciembre. Lo sé porque esa noche los pocos que estábamos de guardia no queríamos estar. Le ayudé a nacer y durante el parto todo fue normal. Recuerdo que brindé con el padre por un niño que seguro sería especial.  Ya había vuelto a dormirme cuando una de las enfermeras entró murmurando en la sala. Al niño le pasaba algo, algo muy raro. Apenas habían pasado dos horas desde su alumbramiento y ya no cabía en la cuna. A la mañana siguiente tenía el aspecto de un jugador de baloncesto, altísimo, pero apenas manteniéndose sobre sus piernas y sin saber hablar. No me fui a casa y me quedé con él. Crecía y envejecía a ojos vista. Ví pasar su juventud y su madurez en apenas unas horas. Y le acompañé en la vejez; allí estaba cuando dijo papá. Antes del atardecer firmé su defunción. En la causa puse muerte súbita, pero recuerdo que mis dedos quisieron escribir: vida mínima.

Serio. Muy serio.

Serio. Muy serio. Manejaba los silencios con la misma facilidad con la que se encaramaba al tejido del invernadero, o con la que destallaba las tomateras. Allí, sentado, aunque sintiéndome hundido, llenaba la espera con lacónicos monosílabos y un esquema de preguntas y respuestas preestablecido de forma tácita: “¿qué tal la campaña? ¿Ha visto los nuevos sistemas de riego? ¿Va a poner abejorros para sustituir al tomatone ?” Eran los tiempos del noviazgo, de considerarnos enemigos: uno que siente que le roban a su hija, y el otro que piensa que le roban libertad. Luego, con el tiempo, descubrimos que lo que nos enfrentaba era, en realidad, lo que nos unía. Y desde ese punto de apoyo los silencios se fueron haciendo menos ruidosos. Y ya no estaba solo serio. A veces reía, a veces lloraba. A veces se emocionaba. Ahora yo soy el que se pone serio. Hay que despedirse y me cuesta, no quiero hacerlo... No puedo hacerlo. A un hombre serio de apariencia, José Salvador, que se emocionaba co