Alvarado esperó en la penumbra del templo, casi agazapado junto a una de las columnas de la pared oriental. Cuando el viejo cura entró en el confesionario, abandonó precipitadamente su escondite y se abalanzó al confesionario antes de que alguna de las beatas se le adelantara.
– Padre, ¿podéis confesarme de un pecado aún no cometido?
– No son formas estas de iniciar una confesión, como bien sabéis, pero a vuestra pregunta debo responder que no es posible, puesto que debe mediar arrepentimiento y vos no estáis arrepentido, puesto que vuestra intención es cometer el pecado.
– Ya veo, en ese caso no tengo más que hablar con vos.
Con precisión quirúrgica, Alvarado pasó por el enrejado su espada, clavándola en el ojo del confesor, que instantes después moría cuando la punta de acero atravesó su masa encefálica.
Luego, entre los gritos de las feligresas, abandonó la Iglesia y se encaminó al Guadalquivir, donde tiró el arma, convencido de que no volvería nuca más a matar. La venganza había terminado.
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