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El pecado (II)

La luna ya se reflejaba sobre el Guadalquivir cuando Alvarado, aliviado del peso de la espada y de la culpa se dejó llevar por los sonidos de la ciudad. Atravesando las sucias callejuelas de Sevilla, atestadas de gente aún a esas horas, se supo libre por primera vez en muchos años.
Sabía que ya nunca podría estar en gracia de Dios, porque no se arrepentiría jamás de lo que había hecho, así que lo único que debía preocuparle era de que alguien le reconociera y le apresaran. Pero eso sería muy difícil.
Veinte años antes, Inés de Castralvo, agobiada por la culpa, contó a su confesor los inocentes amores que mantenía con el joven Alvarado. Aquel hombre de Dios o del Diablo quiso irrumpir en sus sueños, adornando de mentiras la historia de los dos jóvenes cuando se la contaba a los padres de la doncella.
Ella acabó sus días en un convento de clausura y él enrolado a la fuerza en los tercios de Flandes, ambos purgando un pecado que no habían llegado a cometer.

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