Durante doce meses fue ahorrando penosamente el dinero que había calculado para su gran aventura. Estaba harto de Dublín, de su clima, de sus gentes, de su vida. Había planeado unas vacaciones al otro lado del Atlántico, en una isla apacible, alejada de su rutina y de todo lo irlandés.
Una semana antes estuvo organizando el equipaje: un bañador para cada día, camisas anchas y desenfadadas, pantalones cortos y, ni calcetines de media, ni corbatas, ninguna puñetera corbata. No quiso llevarse el reloj, ni su MP3 cargado de música irlandesa. No quería saber nada de su nuboso país en los 15 días que durase su estancia en el paraíso imaginado, en aquella isla remota del país de la fiesta.
Llegó por fin al deseado confín de su imaginación. Lo hizo en un apretado y atestado avión repleto de irlandeses que huían como él, al mismo lugar que él. Le recibió una guía irlandesa que el tour operador tenía designada para los viajeros de su nacionalidad. Fue alojado en un hotel especializado en británicos e irlandeses. Y todo eso le produjo una enorme desazón, pero venció el mordisco de la melancolía con la esperanza de la noche isleña.
La noche llegó y, armado con su camisa de flores amarillas, sus bermudas de explorador y sus sandalias de goma, salió en busca de un lugar en el que calmar su sed y su hambre. Recorrió todos los establecimientos de la gran avenida y finalmente entró en el único que mostraba en su letrero una bandera irlandesa y que resaltaba con orgullo el origen irlandés del propietario.
Por supuesto, un músico auténticamente irlandés amenizaba a la numerosa parroquia de irlandeses disfrazados de turistas irlandeses.
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¡Maestro!
:-)