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Mostrando entradas de agosto, 2007

El pie perdido

Jugueteaba con la arena. En cuclillas, con una palita de plástico amarilla intentaba llenar un cubo decorado con peces de colores. Concentrado en el esfuerzo de mantener la pala lo suficientemente recta como para que no se vaciara en el camino, no se percató de que, poco a poco, la misma arena que intentaba encerrar en el cubo, estaba cubriéndole el pie. Cuando vino a darse cuenta, lo primero que hizo fue llorar pidiendo ayuda a su madre, a la que no le quedó otro remedio que apartar la tierra con sus manos mientras le consolaba y aguantaba las ganas de reír. El niño, entonces, cambió de juego y pasó directamente a cubrir sus pies con la arena, ayudado de la pala, para poder luego gritar y que su madre nuevamente viniera en su auxilio.

El alma blanca

Desde pequeña se supo especial. No era solo que la gente se lo dijera, que también; sino que en su fuero interno se daba cuenta de que su forma de ver las cosas era diferente de la del resto de los humanos. Por eso no entendía los chistes con doble sentido, aunque reía cuando veía hacerlo a los demás, por mera cortesía. Por eso era incapaz de manifestar algo en contra de sus pensamientos, o de mentir sobre cualquier cosa. Mientras fue niña, el resto del mundo la soportó, pero en el momento en que su cuerpo comenzó a parecer adulto, aquellas gracietas infantiles se convirtieron en aristas afiladas de un carácter inmaduro, como decía su madre. Por eso acabaron llevándola a un psiquiatra que puso un extraño nombre de enfermedad a lo que ella simplemente llamaba su alma blanca.

Muerte en la Playa de los Muertos

La bandera roja comenzaba a hacerse trizas a causa del viento. Olas de tres metros azotaban la orilla de manera inmisericorde y el nombre del lugar hacía juego con el espectáculo organizado por la naturaleza: Playa de los Muertos. "¿Y qué puñetas importa todo eso cuando eres inmortal?", pensó el bañista acercándose a la orilla. Sabía que todos los ojos estaban puestos en él. Por unos minutos él sería el centro de atención de todos. Logró avanzar unos metros sin caer abatido por la fuerza de la rompiente, situada un poco más adentro y hasta se sonrió cuando estuvo a punto de zozobrar por culpa de una roca del fondo. Pensó que parecería mucho más valiente superar la rompiente. Eran pocos los metros que lo separaban de ella. Se sabía observado y hasta admirado por la mayor parte de los bañistas de la cala. Así que continuó andando. Traspasar la rompiente le costó un buen susto y bastante más trabajo del que pensó inicialmente, pero al final logró situarse detrás de ella, lejos d

Anoche

Anoche quise navegar entre tus piernas, mientras estabas dormida. Anoche quise dejar en tu piel las huellas de mis besos, quise abrazarte con los brazos y las piernas. Pero me contuve perturbado por tus sueños. Hablabas. Si, hablabas con los ojos cerrados, sin saber lo que decías, o sabiéndolo demasiado bien. Tus palabras pedían caricias, besos, arañazos de pasión. Palabras que encendían aún más mi deseo, que me provocaban un estado de excitación difícilmente imaginable. Porque amar a una mujer dormida, a la mujer que es pero que no está, es una de mis fantasías más secretas. Anoche estuve a punto de poseerte mientras dormías. Pero luego pusiste nombre a tus deseos. Y ese nombre no era el mío. Anoche quise navegar entre tus piernas y acabé deseando ahogarme entre mis lágrimas.

El amor de Manuel

Manuel había vivido la experiencia de sentirse despreciado desde niño, desde que sus aficiones comenzaron a diferir de las de los restantes chicos de su edad. Manuel había tenido que ocultar sus sentimientos detrás de una gruesa cortina de desconfianza. Por eso le resultaba tan extraño y, a la vez, tan excitante, que Daniel viviera su sexualiad a la vista de todo el mundo y de una forma tan natural. Sólo unos meses antes había tomado la decisión de vivir por fin según sus deseos. Dejó un matrimonio eternamente en ciernes, un trabajo "respetable" y una familia contrariada. A cambio logró la libertad que siempre había deseado y el amor de aquel joven. Un amor que, paradójicamente, le producía reparos morales ya que, como tantos hombres de su generación, había ido a liarse con alguien veinte años menor.

El amigo traicionado

En los últimos tiempos apenas permanecía despierto más que durante algunos momentos del día. Entonces se le veía como siempre, alegre, inteligente y adornado de todas esas cualidades por las que me enamoró. Sin embargo, de pronto, se venía abajo sin previo aviso, y sus ojos dejaban de brillar. Y entonces yo me sentía inútil y desesperado a la vez. Fue en uno de esos momentos en los que comencé a buscar un sustituto. Y, cuando volvió a despertarse me sentí como un traidor, como un ser frío y sin entrañas que ya preparaba el relevo antes de haber enterrado el cadáver de mi gran amigo. Desde la mesa, el viejo PowerBook de 12 pulgadas me miraba inocente, mientras mis manos tecleaban culpables esta confesión.

La nueva Eva

En el año 2027, la Guerra del Ártico acabó derivando en una confrontación nuclear a nivel mundial. Y, aunque se pensaba que el arsenal de este tipo de armas se había destruido en su mayoría, el mundo retrocedió más de un siglo en menos de un mes. Luego vinieron las epidemias, que diezmaron varias veces a la debilitada población. Cuando todo terminó, apenas quedaban unas decenas de miles de personas en todo el planeta, sin capacidad ya para explotar los recursos naturales que dieron comienzo al holocausto. Poco a poco la población fue descendiendo por el empeoramiento de las condiciones de vida y el aumento de la infertilidad. Escribo esto en torno a 2115 (no estoy del todo seguro); tras la muerte de Horacio solo quedamos Eva y yo. Hace mucho que no tenemos contacto con otras poblaciones, por lo que no sería descartable que seamos los últimos de nuestra especie. Eva está embarazada.

Crack

Lastradas las piernas por el peso de la fatiga, el samurai se acercó al arrollo, dejándose caer pesadamente en la orilla. Detrás, los hombres seguían luchando por el honor de sus señores, muriendo por unos cuencos de arroz que no eran suyos... Lastradas las piernas por el peso de la fatiga, el broker se acercó al mostrador, dejándose caer pesadamente sobre una de las sillas. Detrás, los demás seguían operando para salvar el honor de sus empresas, intentando obtener unos dividendos que no serían suyos. Su mirada se posó agotada en el espejo que le mostraba la inútil batalla que se vivía a sus espaldas y, entonces, durante una décima de segundo, creyó ver reflejada la imagen de un samurai cubierto de sangre, arrodillado frente a un río que, vencido, se cortaba la coleta con su katana.

La última conversación

– Te estaba esperando. – Ya... Me entretuve en un accidente. Lo siento. – No, no es eso, me refería a que te estaba esperando desde hace años. – Pero no era el momento. – ¿Qué no era el momento? ¿Te has parado a pensar en la de sufrimiento que he estado soportando? – Yo no pienso y, repito, no era el momento. – Cinco años de inmovilidad absoluta. Cinco años de pensamientos autistas, de llamadas sin respuesta, de ser menos que una piedra. – Bueno, ahora todo acabó, ahora podrás descansar. – Y, después, ¿qué? – No lo sé, ni siquiera yo lo sé.

El triángulo blanco

Aquella mañana volvió a sonar el despertador. Aquella mañana volvió a saludar el sol en la calle. Aquella mañana sus pasos volvieron a caminar sobre el sendero aprendido de la rutina. Y, de pronto, se cruzó en su camino aquel triángulo: un pedazo de piel blanca asomando sobre el escote asimétrico de una chica que caminaba en dirección contraria. Y, de pronto, tomó conciencia de que su vida volvía esa mañana al color blanco del invierno: se habían acabado las vacaciones.

El pecado (II)

La luna ya se reflejaba sobre el Guadalquivir cuando Alvarado, aliviado del peso de la espada y de la culpa se dejó llevar por los sonidos de la ciudad. Atravesando las sucias callejuelas de Sevilla, atestadas de gente aún a esas horas, se supo libre por primera vez en muchos años. Sabía que ya nunca podría estar en gracia de Dios, porque no se arrepentiría jamás de lo que había hecho, así que lo único que debía preocuparle era de que alguien le reconociera y le apresaran. Pero eso sería muy difícil. Veinte años antes, Inés de Castralvo, agobiada por la culpa, contó a su confesor los inocentes amores que mantenía con el joven Alvarado. Aquel hombre de Dios o del Diablo quiso irrumpir en sus sueños, adornando de mentiras la historia de los dos jóvenes cuando se la contaba a los padres de la doncella. Ella acabó sus días en un convento de clausura y él enrolado a la fuerza en los tercios de Flandes, ambos purgando un pecado que no habían llegado a cometer.

La hora de la verdad

He estado mirando la circunferencia blanca del reloj durante una hora completa. Me he dejado adormilar con las vueltas del segundero y, en algún momento, me ha parecido sorprender el movimiento de la aguja pequeña avanzando en su circular sendero. El tiempo desmigajado en segundos me ha transcurrido siendo plenamente consciente de cada instante, hipnotizado por el tictac lejano que provenía de la caja de acero. Ella me lo regaló en nuestro primer aniversario. Y yo le compré uno gemelo, aunque más pequeño, ideal para su menuda muñeca, ideal para su corazón de duro metal. Desde hace una hora se que nunca me ha querido, y mi primera lágrima ha tardado en salir apenas cuatro minutos. Desde hace una hora sé que podría seguir viviendo con ella, aunque no soporte la idea de saber que nunca me quiso.

Soñar con la Atlantida

Toda su vida había sido una espiral de sucesos que se alejaban para luego acercarse al tema central de su Universo: la Atlántida. Desde que escuchó el primer cuento sobre ella, narrado por su abuelo, supo que irremediablemente estaba atrapado por su búsqueda. Lo leyó todo, desde la descripción idealizada de Platón, hasta las versiones más disparatadas de los grupos herméticos. Había visitado todas las posibles Atlántidas de la Tierra y había coleccionado cuanto documental, libro o folleto turístico que se había cruzado en su camino. Lo sabía todo sobre esa nación, lo posible y lo imposible y, aún así, la seguía buscando porque soñaba con ella todas las noches. Contaba con sesenta años cuando, de la mano de su nieto, descubrió las posibilidades de Internet. Y, entre todos los recursos que descubrió, hubo uno que le hechizó de forma especial, el Google Earth. Desde que lo descargó a su ordenador se pasaba las horas analizando cada centímetro cuadrado del mapa virtual del mundo, intentand

El arquitecto

Observó el mar por unos segundos y entonces comenzó a diseñar mentalmente el sistema. Se fijó en el desnivel del terreno y la distancia a salvar. Si lo hacía bien, si era capaz de profundizar lo suficiente y de darle al canal una pendiente adecuada, la obra quedaría perfecta. Se puso manos a la obra con las precarias herramientas de que disponía, mientras su hija le miraba admirada. – Y, cuando termines, ¿me podré bañar dentro?

El pecado (I)

Alvarado esperó en la penumbra del templo, casi agazapado junto a una de las columnas de la pared oriental. Cuando el viejo cura entró en el confesionario, abandonó precipitadamente su escondite y se abalanzó al confesionario antes de que alguna de las beatas se le adelantara. – Padre, ¿podéis confesarme de un pecado aún no cometido? – No son formas estas de iniciar una confesión, como bien sabéis, pero a vuestra pregunta debo responder que no es posible, puesto que debe mediar arrepentimiento y vos no estáis arrepentido, puesto que vuestra intención es cometer el pecado. – Ya veo, en ese caso no tengo más que hablar con vos. Con precisión quirúrgica, Alvarado pasó por el enrejado su espada, clavándola en el ojo del confesor, que instantes después moría cuando la punta de acero atravesó su masa encefálica. Luego, entre los gritos de las feligresas, abandonó la Iglesia y se encaminó al Guadalquivir, donde tiró el arma, convencido de que no volvería nuca más a matar. La venganza había te

El baño

Se sumergió nuevamente en el agua. La baja temperatura le hizo recordar la primera vez que entró en aquel mar, acostumbrado a la sopa primigenia de su Mediterráneo. Era un adolescente en un cuerpo de hombre, y se sentía el rey de la creación. Tomó carrerilla, dio dos grandes zancadas en el mar y se tiró de cabeza. El agua le pareció congelada y sintió como se le contraían los pulmones por la impresión. Ahora era un hombre en el cuerpo de un anciano, pero cada mañana de verano acudía a la playa a rememorar aquel primer baño atlántico y dejarse acariciar por la brisa que, procedente de Gibraltar, recorría cada uno de los poros de su piel.

Recuerdos

Olvidar tiene su lado bueno. Así me lo parece a mi, que vivo con la maldición de no recordar absolutamente nada, tan solo lo que leo. Soy un hombre sin recuerdos. Sé mi nombre porque lo leí en un certificado, sé que me licencié con notas meritorias porque todo lo que leo lo grabo en mi memoria para siempre. Al principio pensé en suicidarme, segar la trágica vida que me había tocado vivir. Pero luego me di cuenta que no tener recuerdos es una enorme ventaja, soy realmente libre. Me aficioné a leer todo libro que caía en mis manos para acumular conocimientos perfectamente inútiles, aunque al final me terminé volcando en la literatura, donde hice míos los recuerdos volcados en sus páginas por los autores. De hecho, estoy seguro de que esto que escribo lo he leído antes en algún otro lugar.

Culpa nórdica

La había visto en la piscina. Sus cabellos casi blancos destacaban sobre el celeste impoluto del agua. La había visto salir del baño, chorreando gotas de lujuria desde sus nórdicos pezones. La había visto hundirse en el mar, desnuda, con los ojos de mil hombres clavados en sus nalgas. Y ahora la veía de nuevo, recostada junto a él, con la cabeza sobre su pecho, y entonces pensó que tal vez nunca vería nada tan bello como el rostro de su mujer, diciéndole adiós con un velo de tristeza en los ojos. Y decidió regresar.

El volcán

Se había apuntado a la excursión por pura pereza, no quería negociar el alquiler de un coche, ni lidiar con los mapas de carreteras de aquella isla diminuta. Se dejó llevar por las explicaciones monótonas del guía. Observó, como los demás, las demostraciones del poder dormido de los volcanes, y deambuló por el original restaurante ideado por un artista local 40 años antes. En medio de la ruta de los volcanes, en la parada que hicieron para fotografiar el Islote de Ilario, logró bajarse del autobús. Y se quedó allí, sentado a la sombre de un penacho de lava petrificada. Por pura pereza.

El grial marino

Había recorrido los cinco continentes, se había bañado en las playas de países alejados de cualquier ruta comercial y siempre, siempre, persiguiendo una ola lo suficientemente grande como para ahogar sus penas por completo. Pero no la encontraba. De vez en cuando se producían maremotos que calculaba serían suficientes, pero nunca llegaba a tiempo para esperarlos en la orilla. Así que siguió recorriendo el mundo, playa a playa, en busca de una ola que le arrebatara de la realidad doliente que le inundaba, intentando adivinar los designios de vientos y mares, buscando tormentas y huracanes, como un caballero errante en busca del Santo Grial.

Leo O´Brian

Durante doce meses fue ahorrando penosamente el dinero que había calculado para su gran aventura. Estaba harto de Dublín, de su clima, de sus gentes, de su vida. Había planeado unas vacaciones al otro lado del Atlántico, en una isla apacible, alejada de su rutina y de todo lo irlandés. Una semana antes estuvo organizando el equipaje: un bañador para cada día, camisas anchas y desenfadadas, pantalones cortos y, ni calcetines de media, ni corbatas, ninguna puñetera corbata. No quiso llevarse el reloj, ni su MP3 cargado de música irlandesa. No quería saber nada de su nuboso país en los 15 días que durase su estancia en el paraíso imaginado, en aquella isla remota del país de la fiesta. Llegó por fin al deseado confín de su imaginación. Lo hizo en un apretado y atestado avión repleto de irlandeses que huían como él, al mismo lugar que él. Le recibió una guía irlandesa que el tour operador tenía designada para los viajeros de su nacionalidad. Fue alojado en un hotel especializado en británi

Tiempo vacante

Había una vez, en un pequeño país de historia intrincada que los de fuera llamaban España, y los de dentro "este país", un inocente escribiente que quiso acometer la ingente obra de escribir un pequeño relato cada día. Durante cinco meses logró, más o menos, su pretensión. Pero llegó Agosto, y su familia se lo llevó a una isla atlántica con nombre de caballero de la mesa redonda y le obligó durante una semana a estar alejado de los ordenadores y de su conexión a Internet, lugar imposible en el que dejaba sus cuentos con la misma pasión que un coleccionista de sellos. Una vez estuvo a punto de ponerse a teclear en los ordenadores que el hotel tenía a disposición de los clientes, pero en esa ocasión no tenía monedas que echar en el contador. En otra ocasión lo intentó provisto de monedas, pero su hijo lo sorprendió y con una mirada acusadora lo obligó a retirarse. Pero un día volvió, y se puso a escribir todos los cuentos que había ido tejiendo durante la semana perdida (ganada