– Hacía mucho que no te veía, Pemán.
Los surcos que traza el destino parecen rectos, pero irremediablemente se tuercen y se cruzan, a veces más de una vez a lo largo de una misma vida. Ella me llamaba Pemán porque le hacía gracia la forma en que declamaba las poesías en clase de don Jesús; entre afectado e intenso, decía. Fue mi primer amor, al menos el primero digno de ser guardado en los estantes de la memoria. En sus labios aprendí a besar. Mis manos conocieron la geografía de un cuerpo de mujer acariciándola, aún sobre la ropa. Y por ella llegaba a mi casa alterado y con urgencia por encerrarme en el baño.
Pero un septiembre ya no regresó de las vacaciones y, en lugar de sus besos, solo recibí una carta de despedida en la que explicaba que su padre había sido destinado a Melilla.
Y hoy estaba ahí, en la barra del bar del hotel, como si Laura me hubiera estado esperando todos estos años sentada frente a un Martini rojo. Hablamos durante horas. Yo le conté mis recuerdos de entonces y ella rió con cada anécdota. Luego quiso acompañarme a la habitación y seguimos recordando, hasta que nuestros labios se enzarzaron en un diálogo de silencios, como si aquel verano de 1982 acabara de transcurrir y su padre no hubiera sido destinado a ningún sitio. Nos contamos el resto de nuestra vida entre las sábanas, apresuradamente, porque para ninguno de nosotros ese tiempo había sido relevante.
– Oye Pemán, que dice la Jennifer que hace mucho que no la eliges para hacer de Laura y que está celosona. Pero también te digo que a mí me puedes elegir siempre que quieras.
Los surcos también se separan y al amanecer Laura ya no está. Esta vez sín cartas ni explicaciones. Me temo que continuaré atado a su recuerdo hasta que el destino nos vuelva a reunir en la barra de algún otro hotel.
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