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Excavador, más que arqueólogo

Excavar es una vocación mucho más intensa que la de ser arqueólogo. Decía mi madre que para tenerme entretenido en la playa lo mejor era darme un cubo y una pala. Aunque a veces tenía efectos no deseados, ya que a la compulsión por excavar se unían la de amontonar lo que encontraba entre la arena, principalmente plásticos y colilllas, y la de llevármelo todo a la boca.
Con el tiempo, la manía se fue refinando. Ya no excavaba a lo loco, sino que lo hacía en las inmediaciones de lugares con más posibilidades; es decir, allí donde había gente en actitud de búsqueda, o bien donde previamente habían estado otros niños con sus juguetes. Luego descubrí que había una profesión en la que excavar formaba parte de la ecuación, y decidí cursar los estudios correspondientes para poder dedicarme a mi verdadera pasión.
La búsqueda de fósiles es el trabajo más gratificante que cualquiera podría imaginar. Te obliga a ir muy despacio, a revisar toda la tierra eliminada, a concentrarte en la esencia de la excavación. Pero, cuando por fin encuentras algo, por pequeño que sea, la satisfacción es enorme. Creo que podría rememorar casi al detalle mi primer diente desenterrado: la situación de la cuadrícula, el olor de la tierra, mi postura, la tonalidad de la luz aquella mañana, la excitación al descubrir que aquello podría ser algo, el número de pasadas que le dí con la brocha, el color del cepillo con el que lo limpié. Si el diente era moderno o antiguo, de Sapiens o de Neanderthal, sinceramente, me importaba bien poco.



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