El poniente travieso levantó su falda y unos ojos casuales se cruzaron con la imagen. Ella, azorada, pugnaba por sujetar la falda alpinista y evitar que se le cayeran unos paquetes. Finalmente logró controlar el vuelo pegándose contra una fachada. El dueño de los ojos casuales pensó que no debía dejar a la casualidad un nuevo encuentro y se acercó solícito para ayudarla con las cajas. Ella aceptó la oferta, aunque solo mientras convertía la falda en unos pantalones con un imperdible. Luego se fue, con el poniente aún empeñado en jugar con ella. Los ojos la siguieron un trecho y luego se emplearon a la ardua tarea de intentar olvidarla.
Durante siglos, los tuaregs han contado la historia del oasis maldito. Con pequeñas diferencias, a lo largo de generaciones han narrado que existe un oasis que cada cien años, o cada 50, o cada 25, emerge desde debajo de las arenas. O viaja sobre las dunas móviles, empujado por el viento. O, simplemente, se materializa. También hay variaciones con los protagonistas. A veces son caravaneros, cada vez menos; otras, un jinete perdido en medio de una tormenta o, últimamente, algún piloto del París-Dakar extraviado. Solo se mantiene sin variación la consecuencia de entrar en su dominio. Una vez que has probado su agua, estás perdido. Si bebes y te marchas, acabarás muriendo de sed en el desierto, porque fuera del oasis la deshidratación se acelera y ninguna otra cosa que puedas beber te saciará. Pero si bebes y, además, pernoctas, entonces te quedarás para siempre, atrapado en el tiempo, condenado a una eternidad de soledad con el único alivio de poder calmar la sed. Foto: @DUA Es una...
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