Quisieron mi ánimo y la suerte que el otoño fuera tan solo invierno. Un invierno de fríos en la calle y en las circunvalaciones de mi cerebro. Nevaba más dentro de mi cabeza que en la Sierra. No parecían tener fin. Ni el de dentro ni el de fuera. Afortunadamente, ya muy adentrados en mayo, el sol comenzó a calentar la vida y mi invierno quiso buscar sonrisas furtivas que iniciarán el deshielo.
Durante siglos, los tuaregs han contado la historia del oasis maldito. Con pequeñas diferencias, a lo largo de generaciones han narrado que existe un oasis que cada cien años, o cada 50, o cada 25, emerge desde debajo de las arenas. O viaja sobre las dunas móviles, empujado por el viento. O, simplemente, se materializa. También hay variaciones con los protagonistas. A veces son caravaneros, cada vez menos; otras, un jinete perdido en medio de una tormenta o, últimamente, algún piloto del París-Dakar extraviado. Solo se mantiene sin variación la consecuencia de entrar en su dominio. Una vez que has probado su agua, estás perdido. Si bebes y te marchas, acabarás muriendo de sed en el desierto, porque fuera del oasis la deshidratación se acelera y ninguna otra cosa que puedas beber te saciará. Pero si bebes y, además, pernoctas, entonces te quedarás para siempre, atrapado en el tiempo, condenado a una eternidad de soledad con el único alivio de poder calmar la sed. Foto: @DUA Es una...
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