Miró a su izquierda. Lo primero que le llamó la atención fue la nariz rotunda, aunque armoniosa. Y, luego, el contraste de la blanquísima camisa con el tono tostado de su piel.
Poco a poco, las conferencias fueron haciéndose más aburridas y, a modo de compensación, su atención terminó por centrarse completamente en ella: en su perfume, en sus ojos, en las curvas perfectas remarcadas por el vaquero.
Quiso entonces oir su voz. Imaginó mil formas de comenzar una conversación. Pero, finalmente, su timidez casi patológica le condujo a conformarse con imaginarla. Sería acorde con el resto de su ser. Sería una voz inteligente y sensual, una voz que acariciase con las palabras.
Y él se dejaría acariciar.
Poco a poco, las conferencias fueron haciéndose más aburridas y, a modo de compensación, su atención terminó por centrarse completamente en ella: en su perfume, en sus ojos, en las curvas perfectas remarcadas por el vaquero.
Quiso entonces oir su voz. Imaginó mil formas de comenzar una conversación. Pero, finalmente, su timidez casi patológica le condujo a conformarse con imaginarla. Sería acorde con el resto de su ser. Sería una voz inteligente y sensual, una voz que acariciase con las palabras.
Y él se dejaría acariciar.
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