Ir al contenido principal

Una vida no lineal

Creo que todo comenzó el 26 de julio de 1991. Yo acababa de terminar la carrera de Empresariales y, antes de incorporarme a un puesto de trabajo en una caja de ahorros, estaba pasando mis últimas vacaciones de estudiante en La Línea. Habíamos llegado a la playa de Levante y, como de costumbre, me lancé directamente al mar. Lo había hecho cientos de veces, pero aquella tarde calculé mal, salté con más fuerza y más cerca de la orilla que otras veces. Aunque mis brazos iban por delante, el impulso y la cercanía inesperada del fondo los doblaron, de forma que recibí un tremendo golpe en la cabeza, fruto del cual me aplasté una vértebra, perdí media paleta y el conocimiento.

Recuerdo haberme despertado en mi cama completamente desorientado, haber llegado a la cocina de casa y recibir de mi madre, en lugar de un abrazo y un beso, una soberana bronca por las horas a las que había llegado la noche anterior y por la vergüenza que había pasado mintiendo a mi jefe al excusarme. Era el 12 de mayo de 1993 y yo no recordaba nada después del golpe en la playa. Comenzó un corto peregrinar por varios especialistas en neurología, un par de tacs y un solo diagnóstico: todo parecía estar bien. Reconstruí con la ayuda de amigos y familiares los días perdidos, la sanación del accidente playero tras un par de días en el hospital, el inicio en la oficina de la caja, el noviazgo con Beatriz, que era cliente de mi sucursal, y un viaje a Amsterdam en el verano de 1992.

La segunda vez ya no hubo accidente de por medio. Me acosté en la nochebuena de 1994 y abrí los ojos en la mañana del 17 de abril de 2020. La sorpresa fue mayúscula, no recordaba quien era la persona acostada a mi lado, ni la cama, ni la casa y a duras penas me reconocí en el cincuentón que me miraba asombrado desde el otro lado del espejo. Eloisa, la mujer que dormía conmigo, la madre de mi hijo adolescente al que yo no reconocía, amplió el espectro de visitas médicas de la vez anterior, hubo más especialistas, incluso de Madrid y Barcelona, muchas más pruebas y, de nuevo, un mismo diagnóstico: todo normal.

No fue fácil en esta ocasión recuperar casi 30 años de vida. Intuí la ruptura con Beatriz, supe de la muerte de mi madre por un accidente de tráfico absurdo, supe también que en la crisis de 2009 me fui de la caja de ahorros y que monté una pequeña asesoría con un par de antiguos compañeros. Que mi padre se vino a vivir con nosotros al chalet que compramos tras un par de golpes de suerte en la Bolsa. Que me había casado, divorciado y vuelto a casar con la misma mujer y que tenía un hijo adolescente que me odiaba simplemente por existir.

La tercera no se hizo esperar y ni siquiera sucedió de noche; el 31 de agosto de 2020 me quedé dormido en la tumbona de un hotel de Cabo de Gata a eso de las cinco de la tarde y desperté en un avión sobre el Atlántico, un 20 de marzo de 1997 con una joven Eloisa abrazada a mi lado. Íbamos camino de nuestra luna de miel. Lo supe casi de inmediato, ya que había visto las cientos de fotos que daban testimonio de nuestra boda y de aquel viaje hacía muy pocas semanas.

En esta ocasión ya no hubo médicos. Una dolencia cerebral puede explicar la pérdida de recuerdos del pasado, pero no puede hacerlo con el hecho de tener recuerdos del futuro. Comprendí en aquel avión que mi percepción del tiempo había dejado de ser lineal para pasar a ser aleatoria. También en aquel vuelo planifiqué una estrategia para afrontar posibles nuevas discontinuidades. Aparte de evitar las siestas a toda costa, comencé la redación de un diario que pudiera servirme de guía en los siguientes saltos, una especie de copia de seguridad de mi vida a la que acudir cada vez que llegaba a una fecha del futuro en el que no había estado con anterioridad. Gracias a la información apuntada y a mis conocimientos en economía y finanzas pude orquestar una estrategia de inversión a largo plazo que fuera discreta, pero que me permitiera vivir sin estrecheces. Así, compré acciones de empresas por las que nadie apostaba, como Apple, antes de que regresara a ella Steve Jobs, o como Tesla, cuando solo vendía deportivos y perdía dinero mes tras mes. Incluso me aventuré en el mundo de las apuestas deportivas. Miné bitcoins cuando era barato hacerlo y los guardé para ir vendiéndolos en los picos de precio, y antes de que comenzaran a ser comparados con la fiebre de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII.

En suma estoy viendo de una forma muy diferente a la de cualquiera, he sido viudo antes que padre, he estado en cuidados paliativos antes de ser abuelo y me he acostumbrado a que los acontecimientos no se produzcan en el orden natural. Pero lo que aún no he podido evitar es sentir un escalofrío antes de cerrar los ojos cada noche.



Comentarios

Entradas populares de este blog

Soñar con la Atlantida

Toda su vida había sido una espiral de sucesos que se alejaban para luego acercarse al tema central de su Universo: la Atlántida. Desde que escuchó el primer cuento sobre ella, narrado por su abuelo, supo que irremediablemente estaba atrapado por su búsqueda. Lo leyó todo, desde la descripción idealizada de Platón, hasta las versiones más disparatadas de los grupos herméticos. Había visitado todas las posibles Atlántidas de la Tierra y había coleccionado cuanto documental, libro o folleto turístico que se había cruzado en su camino. Lo sabía todo sobre esa nación, lo posible y lo imposible y, aún así, la seguía buscando porque soñaba con ella todas las noches. Contaba con sesenta años cuando, de la mano de su nieto, descubrió las posibilidades de Internet. Y, entre todos los recursos que descubrió, hubo uno que le hechizó de forma especial, el Google Earth. Desde que lo descargó a su ordenador se pasaba las horas analizando cada centímetro cuadrado del mapa virtual del mundo, intentand

El premio

Las rutinas son el calmante que usamos en nuestra vida diaria para ocultar el aburrimiento, para obviar que la mayor parte de nuestras vidas es perfectamente insulsa. Ana María mantiene infinidad de rutinas; de hecho, la mayor parte de su día está dictado por ellas. Siete de la mañana, despertador; siete y cinco, comienza a sonar la radio; a las y cuarto ya está saliendo de la ducha; desayuno rápido con café y pieza de fruta; 20 minutos andando al trabajo escuchando el podcast diario de la BBC para que el inglés no se oxide; saludar al agente de seguridad de la puerta, entrar en la oficina, encender el aire acondicionado, arrancar el PC que cada día va más lento, comenzar a procesar documentos: pedidos, facturas, transferencias. Desayuno con tostada y segundo café a eso de las diez, en Casa Amalia, casi nunca acompañada, mirando el ABC en el móvil, máximo 20 minutos. De vuelta a la oficina y a los documentos hasta las tres.  Imagen generada con DALL•E Comprar de camino a casa la comida

Ya no hay margen

Los correos electrónicos sin responder se acumulan en la bandeja de entrada. Los minutos transcurren impasibles y él lo ve agotarse sin ser capaz de mover el ratón por la pantalla. Lee los asuntos y los remitentes y sabe que muchos de ellos necesitan una respuesta urgente. Nada distinto del resto de sus días, salvo porque hoy una angustia terrible le mantiene inmovilizado. Solo es capaz de mirar la pantalla mientras los correos siguen entrando. Y solo desea huir. Su mente escapa a un lugar de su adolescencia en el que fue plenamente feliz. Una tarde de verano en una playa de Cádiz, navegando en un velerito ligero con Inma. Entonces ella era su máxima preocupación y todo era infinitamente más sencillo. Jugar con el viento y las olas y mirar con disimulo y deseo a la muchacha. Aquella tarde se besaron por primera y última vez.  imagen generada con stable diffusion El teléfono suena y le saca bruscamente del ensueño. Es su jefa. Y vuelve a querer escapar. Pero ya no hay margen. Debe respo