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El traidor a Bolívar

Es curioso que la historia recuerde casi con la misma intensidad a los vencedores que a los traidores. Tal vez sea porque sin los segundos, los primeros tendrían menos mérito, o porque ambos son el reflejo de la propia naturaleza humana, tan capacitada para el heroísmo como para la traición. Por eso el caso del general Roberto Enríquez resulta tan llamativo. Un hombre que había liderado la revuelta contra el gobierno del rey. Un hombre que había combatido hombro con hombro con Bolívar, y que había planteado la estrategia de decenas de batallas victoriosas para los suyos. Un hombre al que sus soldados idolatraban. El general Enríquez, tal vez envidioso de los éxitos de su compañero de armas, tal vez cansado de batallar o tal vez simplemente comprado son el suficiente dinero, fue el responsable del atentado que casi dejó sin héroe a una revolución.

Bolívar no debía haber salido vivo de aquella encerrona, pero tampoco debía llevar una guardia tan numerosa. La fortuna quiso que se encontrara con un grupo de criollos que andaban buscando a su ejército para alistarse, ahora que la victoria parecía cercana. Ninguno de ellos sobrevivió a la celada, pero resultaron decisivos para que los hombres de Bolívar tomaran ventaja. Llegar a Enríquez fue sencillo, ya que estaba tan seguro de su éxito que no tomó demasiadas precauciones en borrar el rastro.

Hoy, todos los colegiales de Colombia conocen la carta en la que el general traidor intentaba justificar sus actos, enumerando los problemas que, a su juicio, tenía el liderazgo de Bolívar y sus absurdos sueños panamericanos. Y todos los años en Bogotá, cada 20 de julio, las autoridades civiles presentan sus respetos en la estatua del libertador y dejan a los pies de la del traidor una bala como la que él usó para cometer su última traición, suicidarse tras haber dado su palabra de que no intentaría huir,



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