Duque gruñía a su rival mirándole fijamente. No solía ladrar, normalmente aquel sonido gutural bastaba para hacer saber al otro animal que su ataque sería demoledor. Se lanzó al cuello sin previo aviso. El otro animal sudaba profusamente, y respondió al ataque con un respingo. Los hombres gritaban azuzando a los canes y cruzando apuestas unos con otros. Duque había lanzado el primer ataque, pero su enemigo había evitado la dentellada. Al caer sintió cierta debilidad en la pata herida. Apenas se entretuvo en el dolor, fue menos de un segundo. Pero suficiente para el otro perro, que atacó aquella pata que había flaqueado. Duque se supo perdido e intentó escapar del círculo mortal. No pudo, y mientras su vida se escapaba, el otro animal apretaba los dientes furioso.
El público aplaudía al campeón, el nuevo favorito que había vencido al gran Duque. Y, mientras, el otro animal maldecía su suerte y pensaba en cuál de sus otros perros podría compensar las pérdidas causadas.
Toda su vida había sido una espiral de sucesos que se alejaban para luego acercarse al tema central de su Universo: la Atlántida. Desde que escuchó el primer cuento sobre ella, narrado por su abuelo, supo que irremediablemente estaba atrapado por su búsqueda. Lo leyó todo, desde la descripción idealizada de Platón, hasta las versiones más disparatadas de los grupos herméticos. Había visitado todas las posibles Atlántidas de la Tierra y había coleccionado cuanto documental, libro o folleto turístico que se había cruzado en su camino. Lo sabía todo sobre esa nación, lo posible y lo imposible y, aún así, la seguía buscando porque soñaba con ella todas las noches. Contaba con sesenta años cuando, de la mano de su nieto, descubrió las posibilidades de Internet. Y, entre todos los recursos que descubrió, hubo uno que le hechizó de forma especial, el Google Earth. Desde que lo descargó a su ordenador se pasaba las horas analizando cada centímetro cuadrado del mapa virtual del mundo, intentand
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