Había olvidado volar. Extendía las alas, pero por más que las agitaba sus piernas no se separaban del suelo más allá de un par de segundos. Le mirábamos angustiados intentar levantar el vuelo, pero sus esfuerzos eran imfructuosos. Si no lo lograba significaría que tendría que seguir en cautividad el resto de su vida. Sus cortos revoloteos le acercaron al borde de la terraza y, antes de que ninguno de nosotros pudiera evitarlo, se precipitó hacia el suelo. Pensé que le perdíamos, pero justo cuando alcanzamos a asomarnos, le vimos remontar planeando en el aire y alejarse de nuestro terrado saludando con la mano. Quise recordarle que un ángel debería honrar sus promesas, pero preferí no hacerlo: nunca se sabe cuándo un ángel de la guarda puede ser útil de verdad.
Durante siglos, los tuaregs han contado la historia del oasis maldito. Con pequeñas diferencias, a lo largo de generaciones han narrado que existe un oasis que cada cien años, o cada 50, o cada 25, emerge desde debajo de las arenas. O viaja sobre las dunas móviles, empujado por el viento. O, simplemente, se materializa. También hay variaciones con los protagonistas. A veces son caravaneros, cada vez menos; otras, un jinete perdido en medio de una tormenta o, últimamente, algún piloto del París-Dakar extraviado. Solo se mantiene sin variación la consecuencia de entrar en su dominio. Una vez que has probado su agua, estás perdido. Si bebes y te marchas, acabarás muriendo de sed en el desierto, porque fuera del oasis la deshidratación se acelera y ninguna otra cosa que puedas beber te saciará. Pero si bebes y, además, pernoctas, entonces te quedarás para siempre, atrapado en el tiempo, condenado a una eternidad de soledad con el único alivio de poder calmar la sed. Foto: @DUA Es una...
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