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Comer por comer

El recuerdo primero que me viene al oír el nombre de Antonio Picardo es el de un gordo, el gordo de la clase, un tipo simpático que gustaba de contar chistes en los recreos, los cuales apuntaba afanosamente en una libreta que al efecto siempre llevaba consigo. Su otra gran afición, por supuesto, era la comida.
Picardo lo pasaba mal en clase de educación física, en la que siempre tenía problemas para completar los ejercicios que nos encomendaban, sobre todo si estos incluían algún tipo de flexión a la altura de la cintura. Nosotros, con la maldad inocente de la infancia solíamos comentar que no se había vuelto a ver los pies desde el día que nació.
Hoy he visto su nombre en una esquela. Mientras hacía el repaso diario de los periódicos, con parada inexcusable en las esquelas (hay que estar a bien con los clientes en los momentos de tristeza y hay que saber si se nos ha muerto algún deudor), mis ojos repararon en las letras que anunciaban el deceso de aquel querido compañero. Y cuando he asistido al velatorio me he encontrado con algunos antiguos compañeros, varios de los cuales me comentaron que las aficiones de Antonio habían crecido con el volumen de su cuerpo y que (yo mismo podía comprobarlo) no fue posible encontrar un féretro de su tamaño. En sus últimos momentos, me contó su viuda tuvo agallas para dictar un último monólogo: comer por comer.

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