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El premio

Las rutinas son el calmante que usamos en nuestra vida diaria para ocultar el aburrimiento, para obviar que la mayor parte de nuestras vidas es perfectamente insulsa. Ana María mantiene infinidad de rutinas; de hecho, la mayor parte de su día está dictado por ellas. Siete de la mañana, despertador; siete y cinco, comienza a sonar la radio; a las y cuarto ya está saliendo de la ducha; desayuno rápido con café y pieza de fruta; 20 minutos andando al trabajo escuchando el podcast diario de la BBC para que el inglés no se oxide; saludar al agente de seguridad de la puerta, entrar en la oficina, encender el aire acondicionado, arrancar el PC que cada día va más lento, comenzar a procesar documentos: pedidos, facturas, transferencias. Desayuno con tostada y segundo café a eso de las diez, en Casa Amalia, casi nunca acompañada, mirando el ABC en el móvil, máximo 20 minutos. De vuelta a la oficina y a los documentos hasta las tres. 

Imagen generada con DALL•E


Comprar de camino a casa la comida en la tienda de la Rambla, siempre el menú del día; comer, dormir una siesta corta en el sofá, conectarse al correo corporativo por si hay alguna urgencia, que no, que no suele haberla, ver la tele, salir a correr, ducharse, cenar, ver algo más de tele y a las once, como mucho a las once y media, en la cama.

Solo los fines de semana las rutinas cambian, aunque suele ser por otras rutinas: comida el sábado con su hermana mayor y su marido, cambiar la hora de correr a la mañana el domingo, tarde de cena y poco más.

Y los martes incorpora una pequeñísima variación. Es el día en el que echa una primitiva y una euromillones al volver del desayuno. Esa noche, si hay un bote importante, pongamos más de diecisiete millones de euros, no se duerme de inmediato. Se entretiene fantaseando con cómo usará el dinero. Con esa cantidad puede repartirle algo a sus hermanos, incluso puede llegar para ayudar a su sobrina preferida, la que estudió medicina y terminó de profesora de infantil en Estados Unidos por amor, para que abra una clínica y se dedique a lo suyo por fin. También tiene claro que dejará el trabajo, y que lo hará con clase, o con recochineo, nunca termina de decidirlo: lo mismo imagina que se presenta en el despacho del jefe vestida de torera, le canta las cuarenta y sale de ahí arrojándole la montera a la cara con un «va por ustedes» aplaudida por los compañeros, que lo mismo organiza una mariscada en la oficina y vacía todas las cáscaras en la mesa del jefe.

Tiene claro que a partir de ese momento huir de la rutina será entonces su única rutina. Comprará un velero grande, cómodo y fácil de manejar con el que recorrerá el Mediterráneo, con detenimiento, visitando puertos y radas, contando de noche las estrellas y olvidándose de contar los días. Pero antes debe aprender a navegar y sacarse el título, el tiempo ya no será un problema. Y no volverá a pisar su ciudad más que para participar en algún homenaje por colaborar con sus asociaciones favoritas: la protectora de animales, el Grupo Ecologista Mediterráneo y la Asociación de Amigos de la Alcazaba.

Hoy es martes y Ana María, que nunca ha sido afortunada ni en el juego ni en el amor, está esperando a saber si esta semana tendrá que pagar los 4,5 euros de costumbre o si ha tenido la suerte de pillar uno o dos euros de reintegro. Tiene el dinero preparado en la mano, para acelerar el proceso y no pasarse de los veinte minutos estipulados, pero la máquina ha emitido un sonido extraño y Pedro, el lotero, ha comenzado a hacer aspavientos. Tarda en darse cuenta de lo que pasa. Le ha tocado. «Un pellizco gordo», le dice Pedro. Ella se imagina ya en el velero, gestionando sus inversiones de puerto en puerto. Le explica cómo es el proceso, dónde tiene que ir para gestionar el cobro, si es que prefiere no hacerlo a través de su banco. «Son 950.000 euros, Anamari. Una barbaridad».

Pero a ella se le corta la alegría de golpe. Eso no es dinero, no lo puede repartir como había imaginado, no da para comprar el barco con el que sueña. Si acaso, podría dejar de trabajar si fuera capaz de invertir inteligentemente ese dinero, pero podrá despedirse lanzando la montera, tendrá que ser pidiendo una excedencia, para no cerrarse la puerta.

Ana María regresa a la oficina casi más triste que un día normal. Esta noche no soñará con repartos generosos, con viajes sobre el mar y con una vida aventurera. Está segura que se pasará las horas lamentando la mala fortuna de no haber pillado un bote de los buenos. Para una vez en la vida que logra acertar la combinación ganadora, coincide con la semana se menor recaudación de la historia…

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