En la academia de oficiales había hecho varios ejercicios sobre esta cuestión. A él le costaba mucho tomar la decisión acertada y, en la mayoría de las ocasiones, se equivocaba: acataba las órdenes cuando no debía y las obviaba cuando era necesario cumplirlas. En las últimas semanas, aún encontrándose lejos del frente, comenzó a maldormir a causa de unas pesadillas recurrentes en las que se veía alternativamente pulsando el botón y descerrajándole un tiro al presidente. Cuando se despertaba alterado y sudoroso, intentaba tranquilizarse de la única forma que los militares de su edad y rango sabían hacerlo: con vodka.
Al principio estaba seguro de que no tendría que tomar esa decisión, al fin y al cabo la previsión era la de una rendición rápida. Los estrategas habían planteado un escenario de resistencia a medio plazo, en el que el frente de avance ya habría alcanzado la capital y entre un 50 y un 60 % del territorio enemigo. La negociación sería entonces rápida y todos recibirían nuevas medallas, honores y, por supuesto, poder.
Pero el plan estaba saliendo mal. No habían calculado adecuadamente la respuesta del resto del mundo. Los supuestos aliados propios no lo eran tanto y los timoratos posibles aliados del enemigo resultaron más decididos de lo previsto y comenzaron a surtir de moderno equipamiento militar inteligente a los soldados que les combatían. El frente se estabilizó mucho antes de lo previsto, debieron renunciar a la conquista de la capital y afrontar un conflicto que sería más largo de lo previsto, pero que, según los estrategas, terminarían ganando: el invierno sería una vez más su aliado.
Lo que nunca pensaron es que sus posiciones fueran asaltadas en una ofensiva inesperada y certera. Les sobrepasaron en todas las líneas y sus tropas se vieron envueltas en una retirada desordenada y caótica. Los sueños ya no eran solo sueños, comenzaban a parecer premoniciones.
Las noches parecían mucho más largas ahora, porque las pesadillas se solapaban con el insomnio. La llave que llevaba colgada del cuello comenzaba a quemar como lava salida de las tierras de Mordor y cada llamada de teléfono venía acompañada de un pellizco en el estómago. La falta de sueño y la tensión, además, le habían afectado el carácter y sus subordinados habían comenzado a evitarle. Se daba cuenta de ello y se enfurecía, con ellos y con él mismo.
Finalmente llegó la temida llamada. El presidente, enrocado en un endiablado juego de ajedrez consigo mismo, terminó por elevar la apuesta y decidió disparar el arma nuclear.
Ahí estaba, en el despacho del presidente junto con el resto del estado mayor y los principales ministros del Gobierno, con la llave maldita en el cuello y el arma reglamentaria cargada en el cinto. Otra vez como en la academia. Si optaba por usar la llave y apretar el botón, tarde o temprano acabaría fusilado o muerto a causa de la respuesta enemiga. Si optaba por la pistola, posiblemente le matarían sus propios compañeros de manera inmediata. Otra vez estaba condenado a equivocarse…
Al principio estaba seguro de que no tendría que tomar esa decisión, al fin y al cabo la previsión era la de una rendición rápida. Los estrategas habían planteado un escenario de resistencia a medio plazo, en el que el frente de avance ya habría alcanzado la capital y entre un 50 y un 60 % del territorio enemigo. La negociación sería entonces rápida y todos recibirían nuevas medallas, honores y, por supuesto, poder.
Pero el plan estaba saliendo mal. No habían calculado adecuadamente la respuesta del resto del mundo. Los supuestos aliados propios no lo eran tanto y los timoratos posibles aliados del enemigo resultaron más decididos de lo previsto y comenzaron a surtir de moderno equipamiento militar inteligente a los soldados que les combatían. El frente se estabilizó mucho antes de lo previsto, debieron renunciar a la conquista de la capital y afrontar un conflicto que sería más largo de lo previsto, pero que, según los estrategas, terminarían ganando: el invierno sería una vez más su aliado.
Lo que nunca pensaron es que sus posiciones fueran asaltadas en una ofensiva inesperada y certera. Les sobrepasaron en todas las líneas y sus tropas se vieron envueltas en una retirada desordenada y caótica. Los sueños ya no eran solo sueños, comenzaban a parecer premoniciones.
Las noches parecían mucho más largas ahora, porque las pesadillas se solapaban con el insomnio. La llave que llevaba colgada del cuello comenzaba a quemar como lava salida de las tierras de Mordor y cada llamada de teléfono venía acompañada de un pellizco en el estómago. La falta de sueño y la tensión, además, le habían afectado el carácter y sus subordinados habían comenzado a evitarle. Se daba cuenta de ello y se enfurecía, con ellos y con él mismo.
Finalmente llegó la temida llamada. El presidente, enrocado en un endiablado juego de ajedrez consigo mismo, terminó por elevar la apuesta y decidió disparar el arma nuclear.
Ahí estaba, en el despacho del presidente junto con el resto del estado mayor y los principales ministros del Gobierno, con la llave maldita en el cuello y el arma reglamentaria cargada en el cinto. Otra vez como en la academia. Si optaba por usar la llave y apretar el botón, tarde o temprano acabaría fusilado o muerto a causa de la respuesta enemiga. Si optaba por la pistola, posiblemente le matarían sus propios compañeros de manera inmediata. Otra vez estaba condenado a equivocarse…
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