Tal vez deba comenzar esta historia reconociendo que soy un mitómano redomado. Posiblemente ya en mi infancia incubaba el germen de esta enfermedad, puesto que coleccionaba con pasión casi religiosa cuanto álbum de cromos de serie famosa se publicaba y, por supuesto, cualquiera de los muchos que salían sobre fútbol. En la adolescencia el interés viró hacia la música, transformándome en un coleccionista de discos, pósteres y camisetas de los grupos que me gustaban, casi todos de la Movida. Luego, con la llegada de Internet y de cierta madurez, fijé mis objetivos en algunos grandes de la música clásica y la ópera. De María Callas, por ejemplo, llegué a reunir la colección de grabaciones más completa de Europa, y a punto estuve de comprar uno de los trajes con los que la diva interpretó a Tosca en la Scala. Y en los últimos años mi atención se ha centrado en los compositores de bandas sonoras de cine: Morricone, Zimmerman, Powell, Horner y, por supuesto, el excelso Williams.
A lo largo de todo este tiempo solo ha habido un intérprete que haya seguido en el centro de mi atención de forma continua. Comencé a escuchar a Elvis en un destartalado radiocasete que mi tía tenía en su casa, allá por 1984. Creo que casi borré la cinta de grandes éxitos que ella tenía. De hecho, me acompañó todo aquel curso y luego se vino conmigo a la Universidad. Poco a poco fui comprando otras cintas y discos, así como algunos libros sobre su vida y su obra.
En el verano de 1990, con la carrera recién terminada, antes de lanzarme al mercado de trabajo como un joven economista de gabardina y gomina, quise pasar unas últimas vacaciones de verano a lo grande, despreocupado de asignaturas pendientes y solo sujeto a los caprichos del viento y las olas en mi lugar favorito: Tarifa. En aquella época ya comenzaba a estar de moda y no resultaba barato poder alquilar un apartamento durante todo el verano. La cuestión la resolví compartiendo el piso con otros dos compañeros, realquilando una habitación a los windsurfistas que necesitaban solo cama y baño por un par de días y ayudando a mi primo Luis en su chiringuito de la playa de Bolonia durante los fines de semana.
El trabajo era agotador, mucho más de lo que había previsto, hasta el punto de que los lunes no me quedaban ganas ni de playa, ni de tablas, ni de vela, ni de nada. Pero aquel verano quedó grabado a fuego en mi memoria, entre otras cosas, por un personaje que, de vez en cuando, se dejaba caer por el chiringuito. Era un tipo calvo y gordo, casi con toda seguridad americano, por el acento, y dueño de una voz profunda y grave, que me resultó enormemente familiar desde el primer momento.
El hombre se pasaba las horas bebiendo cerveza en una de las mesas de dentro del chiringuito, que quedaba un poco escondida. A veces, cuando ya quedaba poca gente en el local, pedía prestada la guitarra de Luis y se arrancaba a cantar. Casi siempre blues, casi siempre canciones tristes, de desamor y derrota, que sonaban profundas y potentes al salir de su garganta. Aquella voz me tenía obsesionado, me sonaba mucho.
El americano, que así le llamábamos, se había instalado en alguno de los cortijos de la zona hacía un par de años y había llegado a tener algo parecido a la amistad con mi primo.
Mi última noche de camarero, a finales de agosto de aquel año, mi primo le pidió que cantara una de Elvis, en mi honor, ya que yo era un gran fan. Él no quiso de primeras, pero un par de cervezas después comenzó a cantar Love me tender. Me quedé alucinado, su voz era idéntica a la de Elvis. Pero es que, además, las pausas, los adornos vocales, todo era prácticamente igual que en las grabaciones. Aplaudí hasta hacerme daño en las manos y la agradecí el detalle con una última invitación.
Luego llegó la vida. Sorprendentemente no me convertí en el nuevo Mario Conde, sino que tuve que conformarme un puesto de analista de mercados internacionales en la Cámara de Comercio de Almería y una plaza de profesor asociado en la Universidad. No volví a ver a Luis hasta el año 2002. Coincidimos en la boda familiar y nos había asignado la misma mesa. Como cabía esperar, a lo largo de la conversación salió a relucir el verano de Tarifa y los buenos tiempos del chiringuito. Le pregunté por el americano, aquel que cantaba como Elvis. Me contó que siguió yendo por allí tres o cuatro años y luego desapareció. Me pareció raro, y de pronto se me ocurrió una idea peregrina. Le dije: “mira que si el americano era en realidad Elvis Presley… Tenía la edad adecuada, la fisonomía adecuada y, desde luego, la misma voz. ¿Te imaginas que el verdadero Elvis nos hubiera cantado? Sería la leche”.
Mi primo me miró muy serio, y me dijo “pues si eso te parece la leche, imagínate lo que significó para mí escudarle cantar a duo con Camarón de la Isla”.
A lo largo de todo este tiempo solo ha habido un intérprete que haya seguido en el centro de mi atención de forma continua. Comencé a escuchar a Elvis en un destartalado radiocasete que mi tía tenía en su casa, allá por 1984. Creo que casi borré la cinta de grandes éxitos que ella tenía. De hecho, me acompañó todo aquel curso y luego se vino conmigo a la Universidad. Poco a poco fui comprando otras cintas y discos, así como algunos libros sobre su vida y su obra.
En el verano de 1990, con la carrera recién terminada, antes de lanzarme al mercado de trabajo como un joven economista de gabardina y gomina, quise pasar unas últimas vacaciones de verano a lo grande, despreocupado de asignaturas pendientes y solo sujeto a los caprichos del viento y las olas en mi lugar favorito: Tarifa. En aquella época ya comenzaba a estar de moda y no resultaba barato poder alquilar un apartamento durante todo el verano. La cuestión la resolví compartiendo el piso con otros dos compañeros, realquilando una habitación a los windsurfistas que necesitaban solo cama y baño por un par de días y ayudando a mi primo Luis en su chiringuito de la playa de Bolonia durante los fines de semana.
El trabajo era agotador, mucho más de lo que había previsto, hasta el punto de que los lunes no me quedaban ganas ni de playa, ni de tablas, ni de vela, ni de nada. Pero aquel verano quedó grabado a fuego en mi memoria, entre otras cosas, por un personaje que, de vez en cuando, se dejaba caer por el chiringuito. Era un tipo calvo y gordo, casi con toda seguridad americano, por el acento, y dueño de una voz profunda y grave, que me resultó enormemente familiar desde el primer momento.
El hombre se pasaba las horas bebiendo cerveza en una de las mesas de dentro del chiringuito, que quedaba un poco escondida. A veces, cuando ya quedaba poca gente en el local, pedía prestada la guitarra de Luis y se arrancaba a cantar. Casi siempre blues, casi siempre canciones tristes, de desamor y derrota, que sonaban profundas y potentes al salir de su garganta. Aquella voz me tenía obsesionado, me sonaba mucho.
El americano, que así le llamábamos, se había instalado en alguno de los cortijos de la zona hacía un par de años y había llegado a tener algo parecido a la amistad con mi primo.
Mi última noche de camarero, a finales de agosto de aquel año, mi primo le pidió que cantara una de Elvis, en mi honor, ya que yo era un gran fan. Él no quiso de primeras, pero un par de cervezas después comenzó a cantar Love me tender. Me quedé alucinado, su voz era idéntica a la de Elvis. Pero es que, además, las pausas, los adornos vocales, todo era prácticamente igual que en las grabaciones. Aplaudí hasta hacerme daño en las manos y la agradecí el detalle con una última invitación.
Luego llegó la vida. Sorprendentemente no me convertí en el nuevo Mario Conde, sino que tuve que conformarme un puesto de analista de mercados internacionales en la Cámara de Comercio de Almería y una plaza de profesor asociado en la Universidad. No volví a ver a Luis hasta el año 2002. Coincidimos en la boda familiar y nos había asignado la misma mesa. Como cabía esperar, a lo largo de la conversación salió a relucir el verano de Tarifa y los buenos tiempos del chiringuito. Le pregunté por el americano, aquel que cantaba como Elvis. Me contó que siguió yendo por allí tres o cuatro años y luego desapareció. Me pareció raro, y de pronto se me ocurrió una idea peregrina. Le dije: “mira que si el americano era en realidad Elvis Presley… Tenía la edad adecuada, la fisonomía adecuada y, desde luego, la misma voz. ¿Te imaginas que el verdadero Elvis nos hubiera cantado? Sería la leche”.
Mi primo me miró muy serio, y me dijo “pues si eso te parece la leche, imagínate lo que significó para mí escudarle cantar a duo con Camarón de la Isla”.
Comentarios