Ir al contenido principal

Trotski, el labrachicha

La carta nos llegó tres días después de su fallecimiento, el 12 de mayo de 2022. Por fin, y tras cinco años de idas y venidas, de varios hackeos y de decenas de excelsas falsificaciones de certificados de pedigrí y análisis de ADN, la Federación Mundial de Razas Caninas Selectas reconocía que nuestro Trotski era el ejemplar prototípico de la nueva raza labrachicha, derivada de diversos cruces entre labradores, pastores alemanes y téckeles.

Apenas nos sirvió de consuelo; en realidad nos devolvió la punzada en el alma que ya nos había producido Google cuando nos recordó la mañana en la que estaba programado su sacrifico el día que llegó a casa, justo trece años antes.

Nuestro flamante labrachicha llegó a nuestras vidas un 9 de mayo de 2009, proveniente de una protectora de Adra, lloroso y en una caja de cartón. A primera vista, el tamaño de sus patas prometía un perro considerable. Pero la promesa solo se cumplió en parte, ya que de su herencia labradora sacó un potente ladrido (impropio de su cuerpo) y un carácter de macho alfa que le hizo enemigo de casi todos los machos del barrio. De su herencia salchicha sacó la baja estatura, el cuerpo alongado y unos andares chulescos que daban mucha risa.

Tenía seguro algo de labrador: el hocico y la forma de las orejas lo recordaban y, de hecho, durante los primeros meses llegamos a pensar que esa parte de su herencia genética sería la ganadora. Cuando le preguntamos a Juan, nuestro veterinario, se rió un poco y nos dijo que a lo mejor la abuela había sido de esa raza. Trotski, a todos los efectos, era un mestizo.

En realidad, que fuera mestizo o «de marca» nos daba completamente igual. Para nosotros era el miembro número cinco de la familia, el que más se ilusionaba cuando salíamos todos juntos y al que, con diferencia, más le gustaba el jamón serrano.

No recuerdo quién inventó el nombre de la raza, pero sí que me acuerdo de que una niña le dijo a su madre al verlo pasar: «mira mamá, un perrito salchicha». Fue la primera vez que lo sacamos de paseo y solo quería jugar; se paraba con todo el mundo, ya fuera perro o humano. Hasta que se cansó y entonces buscaba la sombra de los árboles para tumbarse. Creo que ese día nació la broma.

Al principio solo era eso, una broma que teníamos entre nosotros y que usábamos cada vez que alguien preguntaba por su raza. Fue mi hijo pequeño el que planteó la posibilidad de crear la raza oficialmente. Le expliqué que no era tan fácil, que habría que realizar mucho papeleo y que sería imposible al tratarse de un chucho. Pero él me desarmó con una sola frase: «papá, todas las razas han tenido que comenzar con un solo perro». Así que le animé a informarse del procedimiento, lo que hizo en un periodo asombrosamente corto, no dejándonos otra opción más que iniciar el proceso.

La Federación Internacional no es precisamente un ente abierto a las novedades, y nos pedían informes que ni siquiera sabíamos que podían pedirse. Afortunadamente, mi amigo Nacho nos echó una mano entrando en los servidores de la Federación y alterando el expediente cada vez que este se atrancaba en algún punto del proceloso procedimiento. Él modestamente se define como un hacker de pueblo, pero quienes le conocemos sabemos de su habilidad y de su buen corazón. Y, gracias a él, nuestro Trotski nació mestizo pero se fue de este mundo siendo un verdadero labrachicha. En la web de la Federación se define esta raza como producto de cruzamientos entre labrador, teckel y pastor alemán, de tamaño mediano, capa de pelo corto, normalmente de color canela o tostado, hocico alargado, ojos color miel, orejas caídas de tamaño medio, expresión bobalicona, y potente ladrido. Todos los miembros de esta raza tienen la cola corta, jalonada por un mechón de pelo en forma de gallardete, siendo este el elemento diferenciador más característico. Y se acompaña de una fotografía de nuestro Trotski tumbado en la alfombra del salón.



Comentarios

Entradas populares de este blog

Soñar con la Atlantida

Toda su vida había sido una espiral de sucesos que se alejaban para luego acercarse al tema central de su Universo: la Atlántida. Desde que escuchó el primer cuento sobre ella, narrado por su abuelo, supo que irremediablemente estaba atrapado por su búsqueda. Lo leyó todo, desde la descripción idealizada de Platón, hasta las versiones más disparatadas de los grupos herméticos. Había visitado todas las posibles Atlántidas de la Tierra y había coleccionado cuanto documental, libro o folleto turístico que se había cruzado en su camino. Lo sabía todo sobre esa nación, lo posible y lo imposible y, aún así, la seguía buscando porque soñaba con ella todas las noches. Contaba con sesenta años cuando, de la mano de su nieto, descubrió las posibilidades de Internet. Y, entre todos los recursos que descubrió, hubo uno que le hechizó de forma especial, el Google Earth. Desde que lo descargó a su ordenador se pasaba las horas analizando cada centímetro cuadrado del mapa virtual del mundo, intentand

El premio

Las rutinas son el calmante que usamos en nuestra vida diaria para ocultar el aburrimiento, para obviar que la mayor parte de nuestras vidas es perfectamente insulsa. Ana María mantiene infinidad de rutinas; de hecho, la mayor parte de su día está dictado por ellas. Siete de la mañana, despertador; siete y cinco, comienza a sonar la radio; a las y cuarto ya está saliendo de la ducha; desayuno rápido con café y pieza de fruta; 20 minutos andando al trabajo escuchando el podcast diario de la BBC para que el inglés no se oxide; saludar al agente de seguridad de la puerta, entrar en la oficina, encender el aire acondicionado, arrancar el PC que cada día va más lento, comenzar a procesar documentos: pedidos, facturas, transferencias. Desayuno con tostada y segundo café a eso de las diez, en Casa Amalia, casi nunca acompañada, mirando el ABC en el móvil, máximo 20 minutos. De vuelta a la oficina y a los documentos hasta las tres.  Imagen generada con DALL•E Comprar de camino a casa la comida

Ya no hay margen

Los correos electrónicos sin responder se acumulan en la bandeja de entrada. Los minutos transcurren impasibles y él lo ve agotarse sin ser capaz de mover el ratón por la pantalla. Lee los asuntos y los remitentes y sabe que muchos de ellos necesitan una respuesta urgente. Nada distinto del resto de sus días, salvo porque hoy una angustia terrible le mantiene inmovilizado. Solo es capaz de mirar la pantalla mientras los correos siguen entrando. Y solo desea huir. Su mente escapa a un lugar de su adolescencia en el que fue plenamente feliz. Una tarde de verano en una playa de Cádiz, navegando en un velerito ligero con Inma. Entonces ella era su máxima preocupación y todo era infinitamente más sencillo. Jugar con el viento y las olas y mirar con disimulo y deseo a la muchacha. Aquella tarde se besaron por primera y última vez.  imagen generada con stable diffusion El teléfono suena y le saca bruscamente del ensueño. Es su jefa. Y vuelve a querer escapar. Pero ya no hay margen. Debe respo