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Beatriz buscándose en el hielo

Aquel año había adelantado sus vacaciones para poder viajar a Argentina. Tenía previsto un mes de viaje de casi-novios con Eduardo. Pero una semana antes de iniciar la ruta, él le dijo aquello de «tenemos que hablar». Finalmente se convirtió en un tránsito de superación personal y sentimental. Poco a poco, la distancia y el paso de los días fueron suavizando el dolor, hasta que llegó a pasar un día completo sin echarle de menos. El mejor momento de aquel día lo vivió en el Perito Moreno, apoyada en la regala del barco en el que se hacía la excursión. El patrón se aventuró a acercarse a la mole de hielo más de lo que parecía aconsejable, pero eso le permitió fijar en su memoria el instante en el que pudo verse reflejada en el hielo. Esa soy yo, se dijo.Aquella imagen le acompañó de vuelta a España y gracias a ella superó sin mayores problemas el reparto de los bienes, la búsqueda de un nuevo piso y la soledad de una ciudad en la que lo único que le quedaba era el trabajo.

Foto: Pixabay

Además, casi de inmediato, comenzó el confinamiento por la covid y el teletrabajo le ahorró explicaciones en la oficina así como las miradas de conmiseración de los compañeros. La naturaleza de sus funciones le permitían un gran nivel de independencia, de manera que las reuniones por videoconferencia se limitaban a una o dos cada 15 o 20 días. Durante las últimas semanas de encierro empezó a notar que la cámara de su ordenador emitía una imagen algo desdibujada y borrosa que añadía una capa más de aislamiento con el resto del mundo y que no se preocupó en reparar. La vuelta a la oficina en junio no le hacía demasiada gracia, así que pidió continuar con el teletrabajo aduciendo una debilidad congénita de sus pulmones que nadie le pidió corroborar y así alargó el encierro domiciliario hasta bien entrado diciembre. Su rutina era trabajo, limpieza, ejercicio, sueño y vuelta a comenzar con el trabajo; con pausas de algunas horas para hacer y recibir las compras online y siestas prolongadas los fines de semana. Durante esos meses, la avería de la cámara fue a más, hasta el punto que terminó por no encenderla para las reuniones. 

En diciembre, sin embargo, le comunicaron que a partir del 7 de enero debía volver a la oficina para trabajar de forma presencial. El correo de recursos humanos era bastante taxativo y comprendió que no iba a lograr ninguna nueva prórroga, al menos ninguna sin presentar un justificante médico real. El día de reyes lo pasó muy nerviosa. Se obligó a permanecer la mayor parte del día en la calle para reacostumbrarse al contacto humano, pero le fue imposible quitarse de encima una desagradable sensación de malestar. La mañana del regreso decidió llegar temprano a la oficina, para evitar los corrillos que a primera hora de la mañana se formaban en la recepción y en el pasillo principal. Poco a poco fueron llegando sus compañeros, a los que saludaba con apenas un murmullo, para evitar que se fijaran en ella. En realidad, ellos tampoco parecían entusiasmados con su regreso y apenas le cruzaban la mirada.

A medio día, se levantó por primera vez para ir al servicio y almorzar en la pequeña cocina habilitada con un par de microondas, un frigorífico y una cafetera. Tampoco en ese momento nadie le dijo nada. Se sintió dolida, sus compañeros se comportaban como si ella fuera un fantasma, como si no estuviera allí. Durante el resto de la jornada fue incapaz de concentrarse, atenta a los movimientos de los demás. Nadie parecía reparar en ella y entonces comenzó a preocuparse: ¿por qué le estarían haciendo todos luz de gas?

De vuelta a casa seguía pensando en posibles razones de tal desprecio, sin ser capaz de encontrar nada que no fuera su prolongación del teletrabajo; aunque, en realidad, tampoco le parecía motivo suficiente. Aquella noche durmió mal, peor que la anterior. Las pesadillas fueron constantes y la pasó despertándose sobresaltada cada pocas horas.

Por la mañana, la falta de descanso le hacía arrastrar los pies y moverse más torpemente que de costumbre. Tardó más de lo usual en acertar con el botón para silenciar el despertador, le costó ajustarse las zapatillas y, cuando llegó el momento de echarse agua a la cara, se la notó extraña. Entonces se fijó en su imagen del espejo y vio un reflejo distorsionado, desdibujado y borroso. Por más agua que se echaba en los ojos, el reflejo no mejoraba. Se asustó, algo malo le estaba pasando en la vista, aunque era muy raro que lo único que sus ojos desenfocaban era a ella misma; el resto del universo permanecía en la más absoluta nitidez. ¿Podía ser una enfermedad mental?

Mandó un correo electrónico a su jefa para excusar la asistencia aquel día y se dedicó toda la mañana a observarse delante de los diversos espejos de la casa. No estaba segura, pero la daba la impresión de que se desdibujaba poco a poco con el transcurso de las horas.

Entonces se acordó de aquel reflejo congelado, y sintió la necesidad de volver. Sacó un billete de avión a Buenos Aires para esa misma noche. Durante todo el viaje apenas nadie reparó en ella, solo un buenas noches de saludo al entrar al avión por parte de la sobrecargo que ni siquiera estaba segura fuera realmente para ella. 37 horas después volvía a estar en el lago, frente al Perito Moreno, buscándose entre las aristas congeladas del mismo y, cuando ya desistía de su empeño, se encontró con el reflejo de un año antes, mirándole con una expresión de profunda pena y vestida exactamente igual que entonces. En ese momento decidió que no regresaría a Madrid y que permanecería cerca del glacial el resto de su vida, ya que, en el fondo, encerrada entre sus capas de agua congelada, estaba ella, su verdadera ella.


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