Sus camaradas le llaman el témpano, los demás apenas se atreven a hablarle. Ahora es francotirador, pero en un tiempo que ya queda muy atrás, porque la guerra ralentiza el paso de los días, fue cazador. Se crió en la estepa. Allí se acostumbró a la inmovilidad más absoluta en medio del frío. La guerra le ha transformado en un hombre duro y sin sentimientos. Un hombre capaz de matar a distancia y con distancia.
Desde hace días va tras un tirador alemán. Es muy bueno, casi tan bueno como él. Sabe ocultarse, y casi siempre va un par de pasos por delante. Pero hoy presiente que el juego va a terminar. Hoy la sangre le hierve de forma distinta. El frío apenas le afecta, como en los buenos días de caza en su hogar. Casi puede sentir el olor del contrario.
Pero lo que escucha es el llanto desesperado de un bebé. Se le pasa por la cabeza que puede ser una trampa. Aún así, se arriesga. Entra en lo que queda de la casa y lo encuentra en los brazos congelados de su madre. Sabe que el niño ya está muerto: el hambre y el frío lo callarán muy pronto, y él ha venido de caza.
Sin embargo, calma al bebé dándole algo de chocolate masticado y un poco de agua con el dedo. Luego lo mete dentro de su embozo, cerca del corazón para que se tranquilice escuchando un ruido familiar. Piensa en sacarlo de allí y seguir con la caza otro día. Sale sigiloso de la casa y casi al instante una bala silva hacia él. No le da tiempo a nada. Cae de espaldas creyéndose muerto. Su pensamiento sigue ahí. Tiene un fuerte dolor en las costillas, pero está vivo. La sangre del pequeño comienza a empaparle. Ahora tiene una razón personal para matar al tirador nazi, y ahora también sabe donde se esconde…
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