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El asesino de inmortales


Cuando no te importa la muerte, termina por no importarte la vida.
Viajé con Alejandro, bebí de la fuente de la eterna juventud. Como muchos otros de los suyos, me vi obligado a desposarme con una noble persa a la que terminé amando de verdad. Quise llevarla a la fuente pero ella lo fue posponiendo hasta que fue demasiado tarde. La enterré en un lugar solitario que grabé a fuego en mi memoria y al que vuelvo de vez en cuando.
Luego de dediqué a la guerra. Defendí y ataqué imperios por toda Eurasia. Al principio, como terapia para olvidar el dolor, luego como medio de vida y, finalmente, como costumbre. 
Empecé a matar a otros inmortales casi por casualidad, Alejandro VI logró beber De la Fuente, tras saber de ella a través de unos pergaminos almacenados en Roma. Yo estaba al servicio de su hijo César, y fui testigo de cómo ordenaba el cegado y destrucción de la fuente, así como la muerte del resto de inmortales. La vida eterna solo estaría disponible para quienes la buscaran a través de Dios y su Iglesia. Y para él, que la dirigiría eternamente. Me ofrecí voluntario, aunque no le conté mi anterior visita al milagroso lugar.
Pero, ¿cómo se mata a un inmortal? En realidad, no se podía. Cualquier fórmula que se utilizara solo conseguía paralizarle durante unas horas, a lo sumo. La única forma de tenerlos fuera de juego para siembre era atravesarles el corazón. Así, al despertar, volvían a morir de inmediato. Recorrí toda Europa buscando a otros como yo y poniendo fin a sus días. Muchos, al conocer mi misión, ni siquiera se defendían, hartos ya de ver morir a tantos seres queridos.  
Pero saber que estaba condenando a tantos a un eterno suplicio de muerte y resurrección terminó por afectarme. No pude seguir. Y tampoco podía permitir que otros siguieran mi trabajo, así que castigué a mi Papa con la misma condena que él había deseado para otros y me dediqué a estudiar un remedio para poner fin a mi vida de manera definitiva. En esta búsqueda, algunos inmortales me ayudaron. Agatha Christie, o Penélope, que es como yo la conocía, se dedicó a probar diferentes venenos. Averrores, Alexander Fleming para la mayoría, trató el problema como si fuera una enfermedad. Pero quién encontró la solución, no hace mucho, fue Agios, más conocido como Jorge Luis Borges, mirando un aleph formado en el hueco de la escalera de su casa de Buenos Aires. 
En realidad era pura química, solo había que añadir al viejo sistema de la estaca un buen ácido o, en su defecto, cal viva en la tumba. Una vez carcomida completamente la carne, el proceso de recuperación no se reinicia. Creo que soy el último que queda de los míos; no puedo estar seguro porque no sé exactamente cuántos hubo antes y después de mí, aunque en el Vaticano hicieron un gran trabajo revisando los viejos registros.
Creo que soy el último y estoy cansado de la vida. Pero aún me sigue dando miedo la muerte.

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