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El montón de los corrientes

De niño, aprendí dos cosa muy importantes de mi abuela. La primera es que el derroche es el padre de la pobreza, cosa que ella llevaba al extremo más absoluto; hoy los ecologistas la hubieran puesto de ejemplo del residuo cero o de la economía circular. Y la segunda, y más importante si cabe, que había que procurar no destacar en nada, ni por arriba ni por abajo: “Pepito, tú debes ser del montón de los corrientes, que es lo mejor que se puede ser”. Tal vez me lo dijera porque creía en ello de verdad. O tal vez porque yo era el insulso hermano del medio, detrás de un jabato rubio y simpático que no necesitaba hacer nada para ser el centro de atención y justo delante de una preciosa niña que, ella sí, hacía todo lo posible para llamarla. De los hermanos Barrio García yo era el único moreno de ojos marrones. Me críe como un enclenque: no tenía apenas fuerza, pero no estaba especialmente delgado. Me gustaban los deportes, sobre todo el fútbol, aunque no lograba destacar en ninguna demarcación del campo; así que mi carrera deportiva infantil se fue acercando más y más al banquillo a medida que la obligatoriedad de tiempo de juego de todos los integrantes del equipo se iba relajando con la edad. 


Con todo, no fui consciente de mi superpoder hasta que llegué al instituto. En primero de BUP tuve un profesor de matemáticas enamorado de la estadística que, además de corregir nuestros exámenes, nos preparaba informes detallados sobre las frecuencias de fallos y aciertos en cada pregunta, nos dibujaba el histograma de nuestras calificaciones y con su pasión nos introdujo en los misterios de la curva de calificaciones que luego volvería a encontrarme en algunas asignaturas de la carrera. Don Mateo se dirigió a mí al final de la tercera evaluación (eran cuatro entonces) y me dijo en plan de broma: “Barrio, no sé si lo hace usted adrede, pero en lo que llevamos de curso ha clavado usted la nota media en todos los exámenes”. Reconozco que me resultó poco menos que una curiosidad, ya que por aquellos días toda mi atención estaba centrada en Isabel, una especie de Coco Hernández de mi edad a la que los calentadores de piernas le sentaban incluso mejor que a Erika Gimpel en la serie.

Pero en COU, aficionado para entonces yo también a las estadísticas, me percaté que siempre estaba en la media de mi curso. En todas las asignaturas. Para la segunda evaluación puse a prueba lo que era ya casi una certeza. Dediqué todo mi esfuerzo a Química y dejé pasar las clases de Física apenas atendiendo a la profesora, que era una Olivia Newton John a la que me habría encantado cantarle aquello de Sandy, can't you see, I'm in misery. El resultado de la prueba fue definitivo. En Química logré un 9,5, mi nota más alta, y con Sandy saqué un escueto 3,4. Algo que los profesores, por supuesto, no lograban entender: ¿cómo era posible que un mismo curso lograra sacar unas notas tan elevadas en una asignatura y tan mediocres en otra. Así que ajustaron las calificaciones en función de la curva y mi sobresaliente y mi suspenso se convirtieron mágicamente en sendos suficientes.

Daba igual lo que yo me esforzara, daba igual la afición que eligiera. Mi sino era no destacar, quedarme siempre en el montón de los corrientes. Matemáticamente. Obviamente, me casé justo con la edad media de mi cohorte. Tuve el número de hijos promedio: dos, una niña y un niño. Y me divorcié justo a los 12 años de casado, la duración media de un matrimonio en España celebrado en 1996. Pero a esas alturas de mi vida, ya había asumido mi absoluta excepcionalidad y la imposibilidad de obtener de ella un beneficio extraordinario. Por supuesto, vivo en un barrio de clase media, y mis ingresos se ajustan perfectamente a la media de los españoles, teniendo en cuenta la evasión fiscal, por lo que no encajan exactamente con la media que marcan las estadísticas oficiales. Para las pocas amantes que he tenido nunca he resultado un compañero excepcional, pero tampoco malo del todo. Ni siquiera en la decisión de adquirir un coche escapé a la media. Para el último, opté por un modelo de escaso éxito y pocas ventas que, como era de esperar, ese mismo año se convirtió en el más vendido del país.

A pesar de algunas decepciones, como la de aspirar a ser un matemático famoso y terminar dando clase en un instituto de provincias, con unos alumnos que son el reflejo fiel de la adolescencia de la sociedad española; a pesar de eso, digo, soy moderadamente feliz. En realidad, me atrevería a decir que soy justo tan feliz como la media de los españoles. A la hora de elegir carrera, me decidí de forma consciente por las matemáticas porque era una opción minoritaria y la media de los expedientes era muy elevada, buscando así un poco de exclusividad. Sin embargo, ni así escapé a mi maldición. Pertenezco a la promoción más numerosa de la historia de la carrera, y a la de notas más mediocres. Miles de estudiantes de mi edad entraron en la facultad para dedicarse luego a la programación, que se había puesto de moda y era entonces una de las pocas puertas de entrada a esa profesión.

Cuando la terminé, volví a intentar escapar de mi destino. En plena era del marketing pensé que mi tendencia absoluta al promedio podría servirme para destacar profesionalmente en el ámbito de la investigación de mercados. Me busqué un socio de empresariales al que convencí de mis poderes para que cubriera mis lagunas en términos de gestión y administración. Nuestro servicio de estudios de mercado comenzó a funcionar justo en medio de un boom de empresas de este tipo. No lo hacíamos mal, y nuestros precios eran realmente bajos, ya que nuestros laboratorios de consumidores en realidad solo los realizaba yo. Por desgracia, los clientes comenzaron a pedir grabaciones de aquellos laboratorios y nos vimos obligados a contratar actores para los videos, elevando de esta manera nuestros costes. Nuestra empresa duró lo que la media del sector aquellos tiempos. Tres años. Luego, me conformé con el Instituto, aunque también logré una amistad para el resto de mi vida, mi exsocio y el único que conoce mi superpoder y que sigue empeñado en darlo a conocer al resto del mundo.

Empujado por su entusiasmo terminé presentándome a un programa de talentos de la televisión. Dí por seguro que no pasaría el casting, que me tomarían por loco o, en el peor de los casos, que me convertiría en el necesario desengrase cómico de alguna de las ediciones. Para mi sorpresa, parecía que mi obsesiva recolección de datos y promedios en torno a mi vida les llamó la atención. Me ofrecieron de antemano un contrato de explotación de derechos de imagen que me hubiera permitido destacar por fin del promedio de ingresos del país. Pero, justo el día que se emitía mi intervención, una noticia colapsó toda la actualidad a nivel planetario. De pronto, con un margen de pocas horas habían aparecido por todo el mundo personas con poderes asombrosos. En Rusia había una mujer que hacía crecer las plantas, en Alemania un chaval que podía remolcar un crucero nadando, en Francia un levantador de pesos asombrosos o en España una mujer que predecía el tiempo atmosférico con un año de antelación. Ante estas noticias, mis poderes no destacaban de ninguna forma. Todo el foco se centró en ellos y otros como ellos que desde entonces han ido apareciendo por todos los países.

Y esto me lleva de nuevo a mi abuela. No puedo dejar de pensar últimamente en ella. Estoy comenzando a creer que su consejo de no destacar y permanecer en el montón de los corrientes era, en realidad, un vaticinio y que ella sí que tenía un poder sobresaliente: ver el futuro. 

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