En 1982 el futuro quedaba aún muy lejos. Éramos niños que comenzaban a convertirse en hombres y que se lanzaban a poseer un mundo que los adultos ya no comprendían. Éramos los futuros reyes del Universo. Aquel año, que realmente comenzó en Mallorca y con la resaca de un Mundial en España, fue también el de los primeros cigarrillos, el de los primeros besos a escondidas y el del primer corazón roto. Supuso el cambio definitivo. Dejamos atrás las voces infantiles y comenzamos a abandonar en la cuneta de las drogas y del SIDA a muchos de nuestros amigos. Entonces no lo sabíamos, porque el futuro quedaba lejos y morirse no era una opción, pero en 1982 cruzamos la frontera entre el mundo de los niños y el bronco devenir de la realidad.
Toda su vida había sido una espiral de sucesos que se alejaban para luego acercarse al tema central de su Universo: la Atlántida. Desde que escuchó el primer cuento sobre ella, narrado por su abuelo, supo que irremediablemente estaba atrapado por su búsqueda. Lo leyó todo, desde la descripción idealizada de Platón, hasta las versiones más disparatadas de los grupos herméticos. Había visitado todas las posibles Atlántidas de la Tierra y había coleccionado cuanto documental, libro o folleto turístico que se había cruzado en su camino. Lo sabía todo sobre esa nación, lo posible y lo imposible y, aún así, la seguía buscando porque soñaba con ella todas las noches. Contaba con sesenta años cuando, de la mano de su nieto, descubrió las posibilidades de Internet. Y, entre todos los recursos que descubrió, hubo uno que le hechizó de forma especial, el Google Earth. Desde que lo descargó a su ordenador se pasaba las horas analizando cada centímetro cuadrado del mapa virtual del mundo, intentand
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