Ahora que en mi lado de Berlín comienzan a florecer las sonrisas y la mala conciencia se lava en juicios retransmitidos a todo el mundo, me doy cuenta. Me acusan de haber colaborado en la locura de Hitler, pero mi verdadero crimen fue haberle salvado la vida cuando siendo niños le rescaté de un agujero en el hielo del río. Si yo no hubiera tendido mi mano, si yo no me hubiera arrastrado por la fina capa para sacarlo del agua, él no me hubiera llevado consigo el resto de su vida, el mundo hubiera encontrado otras razones para matarse y yo hubiera muerto siendo un héroe desconocido y no como el más antiguo colaborador del gran monstruo nazi.
Toda su vida había sido una espiral de sucesos que se alejaban para luego acercarse al tema central de su Universo: la Atlántida. Desde que escuchó el primer cuento sobre ella, narrado por su abuelo, supo que irremediablemente estaba atrapado por su búsqueda. Lo leyó todo, desde la descripción idealizada de Platón, hasta las versiones más disparatadas de los grupos herméticos. Había visitado todas las posibles Atlántidas de la Tierra y había coleccionado cuanto documental, libro o folleto turístico que se había cruzado en su camino. Lo sabía todo sobre esa nación, lo posible y lo imposible y, aún así, la seguía buscando porque soñaba con ella todas las noches. Contaba con sesenta años cuando, de la mano de su nieto, descubrió las posibilidades de Internet. Y, entre todos los recursos que descubrió, hubo uno que le hechizó de forma especial, el Google Earth. Desde que lo descargó a su ordenador se pasaba las horas analizando cada centímetro cuadrado del mapa virtual del mundo, intentand
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