Los ademanes gentiles y la amabilidad pastosa no lograron engañarla. Se había criado con ella y sabía de lo que era capaz. Imaginó la ponzoña dentro de aquel presente envenenado y, sin embargo, mordió la manzana. Simplemente estaba harta de hacer de sirvienta de siete hombres que tan solo generaban trabajo y apenas agradecían sus desvelos. Quería poner fin a esa cárcel de barrotes invisibles que era su existencia. Su valor no daba para marchar a la aventura, aunque sí era suficiente para terminar con todo de una vez y de un bocado. De todas formas, para el resto del mundo ella ya estaba muerta.
Durante siglos, los tuaregs han contado la historia del oasis maldito. Con pequeñas diferencias, a lo largo de generaciones han narrado que existe un oasis que cada cien años, o cada 50, o cada 25, emerge desde debajo de las arenas. O viaja sobre las dunas móviles, empujado por el viento. O, simplemente, se materializa. También hay variaciones con los protagonistas. A veces son caravaneros, cada vez menos; otras, un jinete perdido en medio de una tormenta o, últimamente, algún piloto del París-Dakar extraviado. Solo se mantiene sin variación la consecuencia de entrar en su dominio. Una vez que has probado su agua, estás perdido. Si bebes y te marchas, acabarás muriendo de sed en el desierto, porque fuera del oasis la deshidratación se acelera y ninguna otra cosa que puedas beber te saciará. Pero si bebes y, además, pernoctas, entonces te quedarás para siempre, atrapado en el tiempo, condenado a una eternidad de soledad con el único alivio de poder calmar la sed. Foto: @DUA Es una...
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