El tren tiene algunas ventajas que solo el viajero atento puede percibir. Sobre todo cuando se trata de grandes distancias. El que une Madrid con la ciudad de Almeria, por ejemplo, es una pestosa caja de cerillas en la que los viajeros se cuecen a fuego lento en la lenta tarde de verano. Ir en clase turista (es posible que no haya otra) implica mezclar los olores de tu sudor con los del resto, creando una comunidad de seres húmedos, cansados y lentos que miran el paisaje o la pantalla (la suya o la común) y que añoran el final del trayecto. Y esa es la ventaja más evidente. A lo largo del viaje, los anhelos de todos los viajeros convergen en un único y omnipresente deseo: llegar.
Durante siglos, los tuaregs han contado la historia del oasis maldito. Con pequeñas diferencias, a lo largo de generaciones han narrado que existe un oasis que cada cien años, o cada 50, o cada 25, emerge desde debajo de las arenas. O viaja sobre las dunas móviles, empujado por el viento. O, simplemente, se materializa. También hay variaciones con los protagonistas. A veces son caravaneros, cada vez menos; otras, un jinete perdido en medio de una tormenta o, últimamente, algún piloto del París-Dakar extraviado. Solo se mantiene sin variación la consecuencia de entrar en su dominio. Una vez que has probado su agua, estás perdido. Si bebes y te marchas, acabarás muriendo de sed en el desierto, porque fuera del oasis la deshidratación se acelera y ninguna otra cosa que puedas beber te saciará. Pero si bebes y, además, pernoctas, entonces te quedarás para siempre, atrapado en el tiempo, condenado a una eternidad de soledad con el único alivio de poder calmar la sed. Foto: @DUA Es una...
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