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Un amanuense para Irene

El azar y la genética a veces se ponen de acuerdo y le arruinan la vida al alguien. Este es el caso de Irene, que nació con la maldición de unas manos demasiado blandas para casi todo. Sus músculos, en apariencia normales, eran incapaces de ejercer la presión suficiente para que sus dedos lograran sujetar nada que tuviera más peso que una onza de chocolate. Acostumbrada desde niña a necesitar ayuda, puso su privilegiado cerebro a la tarea de torcer voluntades ajenas y hacerlas suyas. La belleza propia y la lujuria de los hombres se configuraron desde el principio como las principales herramientas para ello. Y desde muy pronto hubo siempre a su alrededor gente que la ayudaba a desarrollar todas sus tareas cotidianas.
El azar y la genética a veces quieren compensar a una persona, y la convierten en un monstruo. Irene tenía amigas que le acompañaban de compras, hombres que le abrían todas las puertas y para ganarse la vida, dictaba durante 3 ó 4 horas por semana sus historias a un amanuense, captado para la causa en los años de la Universidad. Ella se sentaba frente a él, o caminaba en círculos a su alrededor, narrando aquello que su mente imaginaba y mientras el escriba copiaba cada fonema. Luego, él mismo se encargaba de enviar los originales terminados al editor y actuaba como secretario para organizar las giras de promoción, fijar entrevistas y reservar viajes.
Como una herramienta más, Irene lo trataba con el mismo desapego que al resto de sus satélites, y lo consideraba tan prescindible como a los demás. Por eso apenas se inmutó cuando él le pidió unas semanas para cuidar de su padre en el Hospital. No había problema, ningún problema, aunque no estaba segura de que al regresar aún lo necesitase. De hecho, al día siguiente de que el amanuense dejase el puesto, había otro cedido gratuitamente por el editor. Durante un mes, más o menos, el nuevo escribiente fue trasladando fielmente el relato al teclado del ordenador. Y fue él también quién mandó el manuscrito a la editorial. Y fue él quien descubrió que la historia no tenía sentido; que la primera parte de la misma emanaba la calidad y el estilo narrativo de siempre y que la final, la que le había sido dictada por Irene, no era más que un remedo cursi de la Isabel Allende más cursi.
Así fue como Irene descubrió que, de vez en cuando, el azar y la genética se alían para nublarte la razón y dejarte creer que eres algo más que una persona con suerte.

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