Nuevamente volví a sentir el conocido cosquilleo que me producía esa foto de los templos de Abu Simbel que aparecía en todos los libros de Historia del Arte. Aunque en esta ocasión iba a verlos de verdad. Seguía el camino como cualquier otro turista, rodeando el monte en el que habían sido exavados. Y, de pronto, me vi.
Desde miles de años de distancia, mi semblante agigantado y por triplicado, miraba hacia Nubia, hacia mi, y me susurraba con los ojos: bienvenido a casa.
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