Abatido por la falta de inspiración, cerró la sesión. Caminó enfadado por la casa, cruzando el pasillo, dejando atrás la cocina. Abrió la puerta de la terraza y respiró con fuerza el aire enrarecido que subía desde las calles, ocho pisos más abajo. Volvió a acercar la silla al borde y subió. Otra vez el aire pesado que aquella ciudad penetró profundamente en sus pulmones. Apoyó el pie en la baranda y miró hacia abajo. Como las otras veces sintió el vértigo infantil y cerró los ojos. El segundo pie abandonó la silla y abrió los brazos. Y, justo cuando su centro de gravedad iba a cruzar la frontera de la barandilla, una idea cruzó su mente. Recuperó el equilibrio, dejó la silla en su sitio y volvió al estudio. Reinició la sesión.
Toda su vida había sido una espiral de sucesos que se alejaban para luego acercarse al tema central de su Universo: la Atlántida. Desde que escuchó el primer cuento sobre ella, narrado por su abuelo, supo que irremediablemente estaba atrapado por su búsqueda. Lo leyó todo, desde la descripción idealizada de Platón, hasta las versiones más disparatadas de los grupos herméticos. Había visitado todas las posibles Atlántidas de la Tierra y había coleccionado cuanto documental, libro o folleto turístico que se había cruzado en su camino. Lo sabía todo sobre esa nación, lo posible y lo imposible y, aún así, la seguía buscando porque soñaba con ella todas las noches. Contaba con sesenta años cuando, de la mano de su nieto, descubrió las posibilidades de Internet. Y, entre todos los recursos que descubrió, hubo uno que le hechizó de forma especial, el Google Earth. Desde que lo descargó a su ordenador se pasaba las horas analizando cada centímetro cuadrado del mapa virtual del mundo, intentand
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