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Una sombra en el espejo

En casa no hay espejos, ni siquiera para afeitarme. La gente piensa que la muerte, excepto en el caso de los enfermos y de los ancianos, llega sin avisar, pero no es cierto. A la muerte le gusta conocer previamente a sus víctimas y se pega a ellas durante unos días, acompañándolas a todas partes. A todas. Lo sé desde hace años. De pequeño era incapaz de asociar aquella sombra que acompañaba a algunas personas con la desgracia. De hecho pensaba que todo el mundo la veía como yo. La adolescencia me trajo por fin la iluminación y me di cuenta de que esas sombras aparecían dos o tres días antes de la muerte. La vi junto a Teresa y lo supe. Iba de monitora a un campamento por primera vez y estaba muy ilusionada. Un día antes de la acampada fueron algunos monitores a hacer una inspección del lugar, pero no todos volvieron. Un vuelco del coche lo impidió. Yo les vi partir y me fijé en las dos sombras que entraron con ellos en el coche. Al principio intentaba avisar, buscando alguna manera de burlar a la sombra, pero todas mis ideas, todos mis planes acababan fracasando. La muerte es inevitable y mi don una desgracia. Me he acostumbrado a verla junto a mis amigos, junto a mis seres queridos y su visión me ayuda a ir adelantando el duelo y ha organizarme para asistir a los sepelios. Pero mi mayor miedo es que un día, de forma desafortunada, algún espejo refleje mi cara junto a una sombra.

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