En casa no hay espejos, ni siquiera para afeitarme. La gente piensa que la muerte, excepto en el caso de los enfermos y de los ancianos, llega sin avisar, pero no es cierto. A la muerte le gusta conocer previamente a sus víctimas y se pega a ellas durante unos días, acompañándolas a todas partes. A todas.
Lo sé desde hace años. De pequeño era incapaz de asociar aquella sombra que acompañaba a algunas personas con la desgracia. De hecho pensaba que todo el mundo la veía como yo. La adolescencia me trajo por fin la iluminación y me di cuenta de que esas sombras aparecían dos o tres días antes de la muerte. La vi junto a Teresa y lo supe. Iba de monitora a un campamento por primera vez y estaba muy ilusionada. Un día antes de la acampada fueron algunos monitores a hacer una inspección del lugar, pero no todos volvieron. Un vuelco del coche lo impidió. Yo les vi partir y me fijé en las dos sombras que entraron con ellos en el coche.
Al principio intentaba avisar, buscando alguna manera de burlar a la sombra, pero todas mis ideas, todos mis planes acababan fracasando. La muerte es inevitable y mi don una desgracia.
Me he acostumbrado a verla junto a mis amigos, junto a mis seres queridos y su visión me ayuda a ir adelantando el duelo y ha organizarme para asistir a los sepelios. Pero mi mayor miedo es que un día, de forma desafortunada, algún espejo refleje mi cara junto a una sombra.
Toda su vida había sido una espiral de sucesos que se alejaban para luego acercarse al tema central de su Universo: la Atlántida. Desde que escuchó el primer cuento sobre ella, narrado por su abuelo, supo que irremediablemente estaba atrapado por su búsqueda. Lo leyó todo, desde la descripción idealizada de Platón, hasta las versiones más disparatadas de los grupos herméticos. Había visitado todas las posibles Atlántidas de la Tierra y había coleccionado cuanto documental, libro o folleto turístico que se había cruzado en su camino. Lo sabía todo sobre esa nación, lo posible y lo imposible y, aún así, la seguía buscando porque soñaba con ella todas las noches. Contaba con sesenta años cuando, de la mano de su nieto, descubrió las posibilidades de Internet. Y, entre todos los recursos que descubrió, hubo uno que le hechizó de forma especial, el Google Earth. Desde que lo descargó a su ordenador se pasaba las horas analizando cada centímetro cuadrado del mapa virtual del mundo, intentand
Comentarios