El desierto esperaba amarillo y seco su llegada. El templo quedaba atrás, junto con sus sueños de servir al Dios para el resto de sus días. Su pecado: haber descubierto la verdad. No había magia en las predicciones de los sumos sacerdotes, todo lo que decían ya estaba escrito en los pergaminos más viejos. Y, si las predicciones no eran de origen divino, tampoco las crecidas de río debían serlo.
La arena quemaba sus pies; no era una hora apropiada para deambular fuera de la ciudad. Los hombres se refugiaban bajo los techos a la espera de que el sol perdiera algo de intensidad. El calor mantenía vivos sus pensamientos. ¿Cómo habían podido engañar durante tanto tiempo a tanta gente? Sólo una mezcla de poder e ignorancia lo había permitido. Cuando alguien, como él mismo, reconocía el fraude, simplemente se le expulsaba del Templo. Ahora tendría que vivir de la caridad de los campesinos, usando sus pocos conocimientos de curación y haciendo creer a todos que aún era un devoto siervo de Amón
Toda su vida había sido una espiral de sucesos que se alejaban para luego acercarse al tema central de su Universo: la Atlántida. Desde que escuchó el primer cuento sobre ella, narrado por su abuelo, supo que irremediablemente estaba atrapado por su búsqueda. Lo leyó todo, desde la descripción idealizada de Platón, hasta las versiones más disparatadas de los grupos herméticos. Había visitado todas las posibles Atlántidas de la Tierra y había coleccionado cuanto documental, libro o folleto turístico que se había cruzado en su camino. Lo sabía todo sobre esa nación, lo posible y lo imposible y, aún así, la seguía buscando porque soñaba con ella todas las noches. Contaba con sesenta años cuando, de la mano de su nieto, descubrió las posibilidades de Internet. Y, entre todos los recursos que descubrió, hubo uno que le hechizó de forma especial, el Google Earth. Desde que lo descargó a su ordenador se pasaba las horas analizando cada centímetro cuadrado del mapa virtual del mundo, intentand
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