Cayó como una piedra. Habían pasado ya varias horas desde la última vez que vomitó y todo parecía haber vuelto a la normalidad. Hasta que perdió el conocimiento. En algún lugar de aquella carretera que era a medias una gran autovía (por la anchura) y una calle (con gente cruzando, coches parados en cualquier parte y cambios de dirección atravesando la mediana), debía haber un ambulatorio de urgencia. Decía el guía que había varios a lo largo de la vía.
Las habitaciones pintadas de blanco necesitaban todas una reforma urgente, las cortinas negreaban, las mantas llevaban meses sin cruzarse con el agua y el personal parecía estar incrustado en la indolencia, como la mugre de las paredes.
Afortunadamente, todos se pusieron en movimiento en cuanto entramos. A duras penas nos enteramos que el médico no estaba, pero que habían ido a buscarlo. Notamos que todos hablaban de él con cierta ceremonia, y hasta emoción. Lo entendimos al verle. Era un hombre inmenso, que vestía un chándal crema, adornado con un fonendoscopio que parecía de juguete colgado de su ancho cuello.
Apenas necesitó hacer un par de preguntas y palpar el estómago para realizar su diagnóstico. Pero todo lo hizo adoptando una actitud entre plácida y distante. Cruzaba las manos sobre su barriga, miraba al horizonte y hablaba con los ojos semicerrados. A sus paisanos debía parecerles un hombre sabio, pero a nosotros nos pareció cómico, la manifestación de un complejo de inferioridad o algo similar.
Pero era mucho más sencillo que todo eso. El guía dejó zanjado el tema con una frase que no olvidaríamos jamás: "En esta parte del mundo, todos los médicos son filósofos"
Las habitaciones pintadas de blanco necesitaban todas una reforma urgente, las cortinas negreaban, las mantas llevaban meses sin cruzarse con el agua y el personal parecía estar incrustado en la indolencia, como la mugre de las paredes.
Afortunadamente, todos se pusieron en movimiento en cuanto entramos. A duras penas nos enteramos que el médico no estaba, pero que habían ido a buscarlo. Notamos que todos hablaban de él con cierta ceremonia, y hasta emoción. Lo entendimos al verle. Era un hombre inmenso, que vestía un chándal crema, adornado con un fonendoscopio que parecía de juguete colgado de su ancho cuello.
Apenas necesitó hacer un par de preguntas y palpar el estómago para realizar su diagnóstico. Pero todo lo hizo adoptando una actitud entre plácida y distante. Cruzaba las manos sobre su barriga, miraba al horizonte y hablaba con los ojos semicerrados. A sus paisanos debía parecerles un hombre sabio, pero a nosotros nos pareció cómico, la manifestación de un complejo de inferioridad o algo similar.
Pero era mucho más sencillo que todo eso. El guía dejó zanjado el tema con una frase que no olvidaríamos jamás: "En esta parte del mundo, todos los médicos son filósofos"
Comentarios