Ana y Raul eran, a todas luces, personalidades incompatibles. El uno, religioso, conservador, de ideas fijas y poco dado a las algaradas sentimentales. La otra, una inconformista ejemplar, revolucionaria en las ideas y profundamente anticlerical. Sin embargo, contra todo pronóstico, acabaron casándose.
Entre los amigos de la pandilla hicimos una porra para apostar sobre la duración de lo que todos considerábamos un matrimonio abocado al fracaso. Desde el primer día, las discusiones y las trifulcas entre ambos fueron de dimensiones legendarias. Andaban en boca de los vecinos y en cualquier momento eran capaces de convertir una tranquila reunión de amigos en un tremendo campo de batalla en el que los demás nos veíamos forzados a tomar partido por alguno de los bandos.
A la larga, ese comportamiento nos fue apartando de ellos; nadie los quería llamar para así evitar situaciones incómodas. Poco a poco abandonaron su vida social, enfrascados en una guerra de guerrillas sin cuartel.
Sólo una vez me atreví a hablar del tema con Ana. Le dije que no entendía como ella no era capaz de cortar las ataduras de su matrimonio, a todas luces infeliz. La respuesta me dejó absolutamente helado:
– No podría vivir con otra persona. Le quiero porque es consecuente consigo mismo hasta el extremo, exactamente igual que yo.
Entre los amigos de la pandilla hicimos una porra para apostar sobre la duración de lo que todos considerábamos un matrimonio abocado al fracaso. Desde el primer día, las discusiones y las trifulcas entre ambos fueron de dimensiones legendarias. Andaban en boca de los vecinos y en cualquier momento eran capaces de convertir una tranquila reunión de amigos en un tremendo campo de batalla en el que los demás nos veíamos forzados a tomar partido por alguno de los bandos.
A la larga, ese comportamiento nos fue apartando de ellos; nadie los quería llamar para así evitar situaciones incómodas. Poco a poco abandonaron su vida social, enfrascados en una guerra de guerrillas sin cuartel.
Sólo una vez me atreví a hablar del tema con Ana. Le dije que no entendía como ella no era capaz de cortar las ataduras de su matrimonio, a todas luces infeliz. La respuesta me dejó absolutamente helado:
– No podría vivir con otra persona. Le quiero porque es consecuente consigo mismo hasta el extremo, exactamente igual que yo.
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