Él era un hombre de partido, sin duda.
Nadie a estas alturas podía aportar una sola prueba de falta de lealtad. Tan solo en un par de ocasiones había errado el sentido de su voto, y fueron decisiones menores, que no habían tenido ninguna consecuencia negativa ni para el grupo ni para su línea política. Había entrado en la órbita del partido en su época universitaria y se ganó los primeros galones organizando varios escraches a las puertas del paraninfo. Luego había sido becario de la alcaldesa dos años, durante los cuales demostró su versatilidad: lo mismo redactaba discursos que lanzaba mensajes impactantes a través de las redes sociales del partido y de su particular colección de cuentas troll.
Solo después de muchos años de salarios indignos y trabajos aún más indignos logró un puesto improbable en la lista para las autonómicas. Sorpresivamente, pasó de comparsa a protagonista de la campaña a través de sus ataques furibundos contra el candidato favorito. No dudo en mentir, incluso en recurrir a fotos descaradamente retocadas con photoshop, para lanzar mensajes inmisericordes. Nada de lo que dijo pudo nunca ser demostrado, pero el partido logró un gran resultado en aquellas elecciones y él mismo entró en el Parlamento regional.
Y ahora le daban la espalda. Lo notó de inmediato: los halagos eran demasiado generales y demasiado obvios. Justo cuando él apostaba por dar el salto a Madrid y convertirse en un fiel parlamentario nacional. Hizo algunas llamadas, contrató a un estilista especializado, compró tiempo en un par de granjas de móviles, se abrió una cuenta de Tik-Tok, puso toda su imaginación a trabajar buscando argumentos para destrozar a los suyos y luego presentó su candidatura a las primarias para las generales.
Todos pensaron que era un movimiento a la desesperada, pero él estaba seguro de haber dado el primer paso hacia la Moncloa.
Comentarios