Desde 1963 el pequeño cuarto donde se amontonaban las máquinas del SETI en el radiotelescopio de Arecibo había sido casi su hogar. En los años de su larga carrera desentrañado las señales provenientes del espacio había visto pasar a tanta gente que no era capaz de recordar los nombres de casi ninguno. Había visto como, poco a poco, el dinero destinado al programa de búsqueda de vida inteligente se habían reducido a una cantidad meramente testimonial y los ordenadores de su alrededor se quedaban obsoletos en una lenta agonía de parches y actualizaciones. Como él mismo. Dos días más y una mísera jubilación acabarían de una vez con su persecución de lo imposible, con una búsqueda sin entusiasmo ya, que lo había apartado de la gloria científica y, posiblemente, de una vida real más allá del reflejo de un monitor de fósforo verde. Así que en el momento exacto en el que esa señal cobró fuerza en su pantalla, en el instante en el que el futuro de la humanidad se concentró en un esquivo pixel ...