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Mostrando entradas de 2019

El día que la escasez de pinzas para tender la ropa reveló el fin del mundo

En ocasiones una noticia, en principio de lo más inocente, puede ser el adelanto de una hecatombe. Andrés no se encontraba bien en los últimos días, pero no era algo físico. Su temperamento usualmente alegre y festivo llevaba trasmutado a la melancolía desde hacía semanas y no sabia muy bien el porqué. Tal vez para entretener su abulia decidió dedicar el fin de semana al cambio de armarios, lo que le llevó a poner varias lavadoras. Tantas que para primera hora de la tarde ya no quedaban pinzas para tender. Andrés se puso la cazadora y los zapatos de andar y salió a buscarlas al supermercado de su barrio. Pero no había, así que fue a otro y luego a un tercero porque tampoco las había en el segundo. Allí las tenían de plástico. Pero él, convencido luchador contra el exceso de plásticos en el medioambiente, decidió volver a casa y apañarse con perchas y colgando juntas varias prendas. Todo hubiera quedado en una anécdota si no hubiera sido porque el fin de semana siguiente, cuando a

Una historia nueva con final feliz

Anoche, mientras acariciaba uno de nuestros recuerdos, pensé que volvíamos a ser inmortales. Era antes de todo: antes de que mi padre me regalara el dos caballos, antes de que decidieras dejar los estudios para casarnos, antes de que naciera nuestra Patricia, antes de mudarnos a la ciudad, antes de que comenzara a trabajar en Contrucciones Robles, antes de que Nacho entrara en la Universidad, antes del chalet en la playa, antes de la crisis y de todas las renuncias que vinieron después. Antes de que me pidieras el divorcio. Antes de todo eso nuestros dedos se buscaban bajo el pupitre para inventar un nuevo idioma, y nuestros sueños eran infinitos e inalcanzables. Antes de todo eso tú y yo éramos apenas una posibilidad de futuro. Luego vino todo. Vinieron el dos caballos, Patricia y Nacho, la constructora, el chalet en la playa, la crisis, el paro, la infelicidad. Y el divorcio. Anoche, mientras me dejaba acariciar por uno de nuestros recuerdos, pensé que nada había sucedido aún y que

LOFNA

Yo viví el gran cambio. Asistí por televisión a la firma del nuevo contrato social que regiría la vida del país. Lo cierto es que el sistema de bienestar comenzaba a desmoronarse. Estaba fallando desde hacía mucho el principal motor del mismo. En nuestras calles cada vez había menos niños y, a pesar de que esa falta de reemplazo nos ayudó a rebajar la tasa de paro, nuestra pirámide de población se había invertido casi completamente. Al principio fuimos poniendo parches para ir retrasando el momento de tomar decisiones drásticas, hasta que el propio Estado se situó al borde del abismo. Yo era un adolescente solitario, porque no había demasiados adolescentes más con los que interactuar. Los contactos con gente de mi edad solo tenían lugar a través de internet. Ese día todo cambió. Tener hijos se convirtió en una ventaja. Y, poco después, tener más de dos se transformó en un negocio. Para tener acceso a la sanidad universal sin copago o para cobrar una pensión pública habría que contribui

20x20x20

Entras en la sala a oscuras. El proyector dispara su haz cegador contra una pantalla blanca en la pared continua a la puerta. No puedes verles, pero sabes que todos te están mirando. Lanzas tu presentación a la pantalla y comienzas el discurso. El diagnóstico es sencillo, pero seguro que has descolocado a alguien con el tema de los nuevos perfiles de clientes. Las diapositivas van cambiando solas: te ha costado ensayar durante todo el fin de semana, pero das por seguro que ha merecido la pena. Imaginas sus caras sorprendidas, incluso alguna un poco fastidiada. Llegas a las conclusiones y preguntas: “¿alguna pregunta?”. Nadie responde; como siempre. Luego llegará un correo de algún valiente que se atreverá a puntualizar algo. Una chorrada menor, seguro. Hoy te has lucido, has cumplido la regla de los 3x20 a rajatabla: 20 minutos, 20 diapositivas y no más de 20 palabras por diapo. Apagas el proyector y buscas a tientas el interruptor de la luz. Entonces te percatas. no hay nadie, y en l

Nicolai en voz baja

No se llamaba Jordi. No era ingeniero, o al menos, no solo era ingeniero. No le gustaba el ejército, ni le interesaba lo más mínimo la política de defensa de Europa. No deseaba ese puesto en Bruselas y no sintió ninguna pena cuando lo detuvieron los agentes del CNI. Jordi Semprún en realidad se llamaba Nicolai y tenía pasaporte ruso. Desde muy pronto supo que él no era como los demás. Sus padres se encargaron de enseñarle en secreto el idioma de su verdadera patria y le encaminaron por la vida en función de las necesidades del Kremlin. Hasta los 18 fue un agente durmiente, pero cuando entró en la Academia de Zaragoza comenzó su actividad de espionaje. La primera misión fue informar sobre las actividades del más famoso de sus compañeros, Felipe de Borbón. Aquello era bastante inocente; básicamente enumerar salidas nocturnas, cotilleos de barracón y recortar revistas del corazón. Luego vino la desmembración de la Unión soviética y el sueño de ser libre por primera vez en su vida. Du

Pareado de muerte

A veces los muertos no terminan de morir del todo, se quedan atorados entre los recuerdos de los vivos, o se agazapan detrás de algún objeto que, con solo mirarlo, los trae ante nuestros ojos casi como si estuvieran ahí mismo. Hay muertos que, incluso, dejan su impronta en una casa, un hotel o un teatro y los vivos los escuchan reír, discutir con otros muertos o recomendar el número que ganará el gordo de Navidad. Mi abuela es uno de esos muertos. Aunque ella, original como nadie, ha preferido enredarse en mi lengua, esperando el momento oportuno para sorprenderme con un ripio vergonzoso. Alguien dice “los precios cayeron un 20 por ciento” y ella añade “y no sabe usted cuánto lo siento”. Y lo peor es que no puedo explicar que no soy yo, sino mi abuela haciendo pareados. Porque más vale parecer idiota que loco. “Y yo diría que no poco”...

El niño y el recuerdo

El recuerdo botaba en el umbral del patio. El niño se acercó a él con decisión y de una patada lo embarcó en el terrado. Allí quedó olvidado por veintitrés años, hasta que un viento de Levante especialmente intenso lo volvió a traer al suelo. Y el niño, ya hombre, sintió de golpe una laceración en el alma. Quiso volver a olvidar, pero fue imposible porque ninguna patada lograba ya que aquel recuerdo abandonase el patio de su memoria.