El ministro sudaba copiosamente mientras el rey desgranaba un largo rosario de supuestas deslealtades, engaños y traiciones. Veía a los alguaciles situados cerca y sabía que el siguiente paso sería su detención y, en el mejor de los casos, el destierro. El rey quería cargar sobre él todo el malestar del pueblo. A medida que avanzaban las acusaciones, el círculo que se abría a su alrededor era más grande y sus hasta ahora leales le iban dando la espalda.
Sin embargo, el escándalo que subía de las calles era cada vez más rotundo. El rey hablaba a la Corte, pero era el pueblo el que se quejaba. Y nadie excepto él parecía darse cuenta de su gran ventaja: eran más, infinitamente más. La sentencia del rey habría de cumplirse de inmediato, la horca. Seguramente, si no hubiera sido tan pusilánime, lo habrían colgado allí mismo de una de las grandes arañas de cristal de Murano.
Le estaban apresando cuando la primera piedra atravesó los cristales.
Sin embargo, el escándalo que subía de las calles era cada vez más rotundo. El rey hablaba a la Corte, pero era el pueblo el que se quejaba. Y nadie excepto él parecía darse cuenta de su gran ventaja: eran más, infinitamente más. La sentencia del rey habría de cumplirse de inmediato, la horca. Seguramente, si no hubiera sido tan pusilánime, lo habrían colgado allí mismo de una de las grandes arañas de cristal de Murano.
Le estaban apresando cuando la primera piedra atravesó los cristales.
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