Los ademanes gentiles y la amabilidad pastosa no lograron engañarla. Se había criado con ella y sabía de lo que era capaz. Imaginó la ponzoña dentro de aquel presente envenenado y, sin embargo, mordió la manzana. Simplemente estaba harta de hacer de sirvienta de siete hombres que tan solo generaban trabajo y apenas agradecían sus desvelos. Quería poner fin a esa cárcel de barrotes invisibles que era su existencia. Su valor no daba para marchar a la aventura, aunque sí era suficiente para terminar con todo de una vez y de un bocado. De todas formas, para el resto del mundo ella ya estaba muerta.
Toda su vida había sido una espiral de sucesos que se alejaban para luego acercarse al tema central de su Universo: la Atlántida. Desde que escuchó el primer cuento sobre ella, narrado por su abuelo, supo que irremediablemente estaba atrapado por su búsqueda. Lo leyó todo, desde la descripción idealizada de Platón, hasta las versiones más disparatadas de los grupos herméticos. Había visitado todas las posibles Atlántidas de la Tierra y había coleccionado cuanto documental, libro o folleto turístico que se había cruzado en su camino. Lo sabía todo sobre esa nación, lo posible y lo imposible y, aún así, la seguía buscando porque soñaba con ella todas las noches. Contaba con sesenta años cuando, de la mano de su nieto, descubrió las posibilidades de Internet. Y, entre todos los recursos que descubrió, hubo uno que le hechizó de forma especial, el Google Earth. Desde que lo descargó a su ordenador se pasaba las horas analizando cada centímetro cuadrado del mapa virtual del mundo, intentand
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