Después del infarto era cuestión de unas pocas gotas al día, sólo unas gotas. Y, poco a poco, su fuerza se iría apagando, su odio se haría más débil y la ira se terminaría acabando. Y, luego, moriría.
Ese era el plan, sencillo, limpio, no el camino más corto, sino el más fácil para la libertad.
Tal vez haya sido el anuncio de que salía con los amigos, el prólogo usual de las palizas, o el descubrir su mirada lasciva escrutando mis movimientos por la cocina. No lo sé. Puede que me hablara el cuchillo. Que me dijera: úsame, no seas tonta, un corte certero en el cuello y todo habrá terminado. O puede que fuera, simplemente, un pecado de impaciencia.
Comentarios