En una décima de segundo todo cambia, y las esperanzas vuelan, se escapan de unos labios que ya no saben rezar. El diagnóstico es el mismo.
Mi padre, mi hermano, y ahora yo. Todos marcados por el estigma del cáncer. Todos condenados a una muerte temprana y dolorosa. No me asusta la certidumbre, casi me alivia. Pero las lágrimas de mi madre son insoportables. Ella quiso seguir creyendo más allá de toda lógica, y se refugió entre las tres primeras filas de la iglesia. Al menos le quedará el consuelo de los rezos y las charlas con el cura. Y quitar de los álbumes todas las fotos en las que yo salga, como hizo con las de mi padre y mi hermano: un álbum lleno de fantasmas de fotos que, aún sin estar, provocan el dolor del recuerdo.
Mi padre, mi hermano, y ahora yo. Todos marcados por el estigma del cáncer. Todos condenados a una muerte temprana y dolorosa. No me asusta la certidumbre, casi me alivia. Pero las lágrimas de mi madre son insoportables. Ella quiso seguir creyendo más allá de toda lógica, y se refugió entre las tres primeras filas de la iglesia. Al menos le quedará el consuelo de los rezos y las charlas con el cura. Y quitar de los álbumes todas las fotos en las que yo salga, como hizo con las de mi padre y mi hermano: un álbum lleno de fantasmas de fotos que, aún sin estar, provocan el dolor del recuerdo.
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