Eras enteras estuvo Atlas soportando sobre sus espaldas todo el peso del mundo. Nunca en esa eternidad Atlas se quejó: al fin y al cabo los dioses están hechos de otra pasta.
Sin embargo, por un instante que bien pudo ser infinito, Atlas flaqueó. Se sintió tan viejo y cansado como puede sentirse un dios. Y decidió dejar de cargar con el planeta azul.
No hubo desastres, ni uno. La Tierra permaneció justo dónde debía estar. En un equilibrio invisible, imposible, el planeta se mecía en las corrientes gravitatorias midiéndole la distancia a todos los otros cuerpos celestes.
Y así fue como la Física y el resto de las leyes de los hombres mataron uno a uno a todos los dioses del Olimpo.
Sin embargo, por un instante que bien pudo ser infinito, Atlas flaqueó. Se sintió tan viejo y cansado como puede sentirse un dios. Y decidió dejar de cargar con el planeta azul.
No hubo desastres, ni uno. La Tierra permaneció justo dónde debía estar. En un equilibrio invisible, imposible, el planeta se mecía en las corrientes gravitatorias midiéndole la distancia a todos los otros cuerpos celestes.
Y así fue como la Física y el resto de las leyes de los hombres mataron uno a uno a todos los dioses del Olimpo.
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