Las mejores historias siempre se me ocurren en ese momento especial entre la vigilia y el primer sueño, un estado de duermevela en el que las ideas se agolpan en la cabeza y los argumentos se apresuran a salir en tropel. Casi todos los descarto, pero a veces mis neuronas se quedan jugando con alguno. Lo soban, lo sopesan, le dan vueltas y terminan componiendo una genialidad. Noto al orgullo llenar mi pecho. Obviamente, a esa hora estoy tan cansado que ni siquiera hago el intento de traspasar la idea a una nota de voz y, ni mucho menos, a la pantalla en blanco del ordenador. Procuro mantenerla en la cabeza para ver si así, al día siguiente, la consigo recordar. Solo en unas pocas ocasiones lo he logrado. Cuando ese milagro se produce, corro a ponerme delante del teclado a trasladar la idea, Suele salir del tirón, como cuando de niño tus padres te pillan en la mentira y el alivio te permite decir de golpe toda la verdad. Escribo, transcribo, la historia de mi memoria al papel o al orde...